Llegué a Ámsterdam a mediodía y me senté en la terraza de un café a esperar a la persona con la que estaba citado. La sombra del toldo aliviaba el calor de agosto, mucho más respirable que el de Madrid, con un punto de humedad en el aire. Pedí una cerveza y un sándwich de salmón ahumado viendo pasar junto a mí el río continuo y tranquilo de las bicicletas. En la plaza de forma irregular predominaban los toldos de varios cafés y los de una gran librería que se llama Athenaeum, que tiene al lado una de esas grandes tiendas de revistas y periódicos internacionales tan estimulantes para la mirada como puestos de fruta. Los carriles espaciosos de las bicicletas discurren junto a las aceras y están muy bien marcados. Aparte de los carriles la plaza tiene un adoquinado en forma de abanico cruzado por los raíles relucientes de los tranvías. En su centro hay una escultura sobre un pedestal, pero es la escultura menos imponente del mundo: un niño de bronce de menos de un metro de altura. Como el pedestal tampoco es muy alto a lo largo de los días la gente se sube a la estatua a colgarle cosas. El fin de semana pasado unos juerguistas le pusieron un gorro de lana con orejas de gato. Hacia media mañana un camarero del café Luxembourg se acercó con una silla del café y se subió a ella para quitarle el gorro a la figura de bronce. Hace un par de días vinieron a ponerle una camiseta roja, con unos letreros en holandés de los que sólo pude deducir que anunciaban un teatro. […]
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