Medianoche del sábado al domingo, agotado, porque he tenido que adelantar los trabajos de la semana, para irme libre de cuidados, que es como gusta viajar: a Italia, de nuevo, como el año pasado por ahora, primero a Trieste, para ver a Elena, que ha terminado allí su carrera de traductora, y luego a Roma, la Roma querida de las caminatas, los platos de pasta, los helados, los caravaggios, las terrazas con palmeras y golondrinas, los palacios decrépitos con garajes y talleres de motos, con pequeñas fuentes silenciosas cubiertas de musgo. En Trieste no he estado nunca pero de antemano me atrae con todo un alud de literatura: Joyce dando clases de inglés y escribiendo Ulises, el misterioso Italo Svevo, la ciudad de ese libro extraordinario de Jan Morris, Trieste and the Meaning of Nowhere, y mucho más cerca la ciudad también de los Microcosmos de Claudio Magris, y la de mi amigo José Ángel González Sainz, a quien tengo tantas ganas de darle un abrazo.
Me parece mentira que mañana por la tarde -nuestras madres añaden, “si Dios quiere”- estemos paseando por Trieste, descubriendo su luz, la del mar Adriático.