La bicicleta es la máquina perfecta para pasear por las ciudades. Combina el placer de la caminata y el de la velocidad. Ir rápido para ver más cosas, pero no tan rápido que se pierdan detalles. El penúltimo día en Nueva York, ya despidiéndome, subí en bici por Central Park West, desde Columbus Circle hasta la esquina de la 106: a un lado las arboledas lujuriantes del verano, al otro los edificios art-déco con sus terrazas y sus torreones, entre ellos los de ladrillo oscuro y pizarras sombrías del Dakota, que le hacen a uno acordarse siempre de la nana dulce y siniestra al comienzo de Rosemary’s Baby.
Conocía Madrid a la velocidad de las caminatas, a la de mis carreras de hace años. Hoy lo he visto por primera vez desde el sillín de una bici: bajar las cuestas de la parte alta de la calle Serrano, con sus chalets racionalistas de la época de la República, seguir por la zona pija de las tiendas, llegar al gran oasis del Retiro. El tiempo atmosférico es un antídoto para las malas noticias: la mañana de verano tenía un frescor respirable, una claridad limpísima que permitía ver muy lejos. Comparado con Central Park, con las lejanías marítimas de la orilla del Hudson, el Retiro, con sus verjas y sus avenidas rectas, tiene una calma ordenada de jardín francés. Cada uno de los caminos que he recorrido hoy en bici me los sabía de memoria de haber corrido tanto por ellos.