Estaba firmando un libro el sábado por la tarde y mi editora, Elena Ramírez, me dijo al oído: “Acaban de intervenirnos”. Desde que volví de Nueva York no hay impresión diaria que no esté teñida o atravesada por las incertidumbres del presente. No hay tiempo para la nostalgia, ni para el largo sosiego que requiere tanto cansancio. El sábado por la noche, después de las firmas, cenábamos golosamente con Antonio, Patricia y Miguel en la Taberna del Puerto y el gusto del picoteo de raciones y del vino blanco muy frío se intercalaba con la conversación incesante sobre lo que nos está pasando, sobre las responsabilidades y las consecuencias y los posibles remedios. Para esta gente joven el porvenir no es menos incierto que el que nosotros teníamos por delante a finales de los setenta, cuando conectar la radio era escuchar noticias de atentados y secuestros y de amenazas de golpe de estado.
Volvemos a casa con regalos. La botella de vino y la sobrasada de Alicia, una botella prodigiosa de aceite que nos regalaron los libreros Méndez, los poemas de Tomás Segovia que me dio al terminar la firma la querida librera Lola Larumbe, de Rafael Alberti, cartas manuscritas que dejan algunos lectores, el libro del helenista Pedro Olalla que me regalaron en la caseta de librería Muga, Historia menor de Grecia, tan gustoso de leer que a pesar del cansancio me desvelé anoche embebido en sus páginas, acordándome del talento para la evocación histórica de Gibbon y de Cavafis. Fue Miguel, tan alerta a todo, quien me habló por primera vez de Pedro Olalla el sábado por la noche, y del blog que escribe desde Atenas, contando de primera mano el día a día de la vida en Grecia en estos tiempos de catástrofe.
Como otras veces, lo que uno siente es gratitud: libros escritos en soledad hace mucho tiempo y a veces ya medio olvidados siguen existiendo porque personas desconocidas los leen y establecen con ellos una misteriosa intimidad incorporándolos a sus propias vidas. Pero justo en eso consiste la literatura. Nada es más íntimo y verdadero para mí que volver a solas, dentro de un rato, en mi diván de lectura, a los poemas de Emily Dickinson que le regalaron a Elvira el sábado, en una edición delicada bilíngüe de Nórdica que no me canso de mirar y hojear, con ilustraciones de Kike de la Rubia, con traducción de Enrique Goicolea.