Hay libros que literalmente le abren a uno los ojos: le fuerzan a observar lo que tenía delante y no veía. Me ha pasado últimamente con Garbology, de Edward Humes, un tratado exhaustivo y a cada página más fascinante, y también más pavoroso, sobre lo que por definición menos se mira, o se aprecia, la basura, su historia, su prehistoria, su onmipresencia y su multiplicación devastadora en el presente, cuando desde hace ya más de medio siglo el único modelo económico es el consumo acelerado de objetos que han de ser descartados cuanto antes para comprar otros nuevos. Humes viaja a excavaciones en las que se estudian las heces humanas prehistóricas, a los vertederos contemporáneos que son algunas de las estructuras más grandes levantadas por el ser humano, a las playas de los mares del Sur envenenadas por virutas de plástico, a los laboratorios en los que se construyen pequeños emisores de alta tecnología que se adherirán a fragmentos de basura y que permitirán seguir su curso insensato a lo largo de los mares y de los continentes. China exporta a los Estados Unidos millones de artilugios que en su mayor parte acabarán en los basureros al cabo de muy poco tiempo. Estados Unidos exporta a China millares de toneladas de esa misma basura que en China se aprovecha en una pequeña parte y en la mayor parte se tira sin ningún control.
Pero Humes también habla de la gente despierta y valerosa que organiza campañas para reducir el consumo de bolsas de plástico o la que idea fertilizantes orgánicos hechos con los restos de comida que se tiran en los restaurantes. En Garbology he sabido de la existencia de Andy Keller, que va por las escuelas de Estados Unidos instruyendo a los niños en la catástrofe de los miles de millones de bolsas de plástico que se usan y se tiran innecesariamente en la vida cotidiana, que acaban obstruyendo alcantarillas y corrientes de agua y convirtiéndose en trampas mortales para los pájaros y los animales marinos, que tardarán siglos en descomponerse y dejarán un rastro de toxicidad indestructible. Lo peor de ese desastre es su banalidad: no costaría casi nada evitarlo. Basta una mochila para que cualquiera pueda ahorrar cada año centenares de bolsas de plástico. Andy Keller resume en una sola frase la abismal irracionalidad humana: fabricar algo que puede durar mil años para usarlo apenas durante unos minutos.