Se debatía ayer aquí sobre la responsabilidad de los ciudadanos particulares, y me llamó la atención que solo se la mencionara en un sentido negativo: la responsabilidad de quienes eligen a políticos corruptos o lunáticos, la del que elude los impuestos o roba o bien público o no cumple con su trabajo. En un país en el que el rey se va a cazar elefantes en lo peor de la crisis y el presidente del tribunal supremo no ve ningún inconveniente en disfrutar de unas vacaciones pagadas con dinero público es bastante natural que llame la atención la irresponsabilidad de los que mandan. Pero hay una responsabilidad afirmativa sobre la que es preciso reflexionar cada vez con más urgencia, porque una parte de lo que nos pasa procede de nuestra dejación colectiva de la ciudadanía. En una democracia nadie está eximido de cumplir con su deber, y el problema en España es que la palabra deber ha tenido y tiene muy mala prensa. Entre una pequeña corruptela y una gran corruptela la diferencia cuantitiva es enorme, pero cuando se juntan muchas, muchísimas pequeñas corruptelas, el resultado es gravísimo, aunque la responsabilidad parezca tan diluida que casi no se advierte.
Pero igual puede ocurrir en el sentido contrario, si se juntan muchas responsabilidades afirmativas, muchos de esos gestos de ciudadanía que pueden hacerse en la vida diaria, en el ámbito de cada uno. Está bien que protestemos si a causa de los recortes un ayuntamiento reduce el personal y los camiones del servicio de basura. Pero si cada uno elige desperdiciar lo mínimo y no dejar detrás de sí un rastro más o menos largo de porquería saldremos ganando todos y además seremos más respetuosos con el mundo. Los fondos para las bibliotecas públicas se recortan: vamos a comprometernos con la biblioteca pública de nuestro barrio para llevar a ella libros de buena calidad que no necesitamos en casa. Y si cierran la biblioteca abramos una en un salón parroquial o en un cuarto cualquiera con unas estanterías, una mesa, un ordenador. Son cosas mínimas, pero son tangibles, y son sobre todo ejemplos de una posible actitud, de un idealismo práctico que nos hace mucha falta en un país demasiado aficionado al aire caliente de las palabras y a abandonar todo activismo a los profesionales de la política. Además la militancia cívica da tanta felicidad como el ejercicio y de forma natural despierta las afinidades entre las personas, por encima de las diferencias. En Nueva York, pequeños huertos comunitarios albergados en solares vacíos o incluso en tejados de edificios proveen de verduras frescas a millares de personas pobres que de otro modo no tendrían acceso a ellas. Como he contado otras veces aquí, los parques y los jardines públicos están llenos en esta época de voluntarios que siembran, recogen y limpian. Creo que en estos tiempos cada uno de nosotros tiene la obligación inexcusable de preguntarse qué puede hacer para hacer un poco mejores las cosas, o para evitar que sean un poco peores. De hecho, muchísima gente lo hace ya, no ha dejado de hacerlo, en la oscuridad, durante todos los años de espejismos y primacía absurda de la política. De otro modo seguiremos girando en el remolino estéril de las afirmaciones enfánticas y las negaciones furiosas. La gran lección del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, en los cincuenta y los primeros sesenta, fue esa: la fuerza inmensa de la movilización pacífica de los desposeídos; el proyecto de forzar el cambio de las leyes usando con inteligencia los cauces que las mismas leyes ofrecían.