Paisajes de guerra

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Elena, que pertenece a esta generación joven y políglota de los erasmus, y que se mueve por Europa con más naturalidad que me movía yo a sus años por Úbeda o por Granada, sin el apocamiento que nos entraba entonces nada más cruzar aquellas fronteras resguardadas por aduaneros, carabineros y gendarmes, me manda las fotos del viaje que ha hecho con unos amigos por Croacia y Bosnia, desde Trieste. Parece mentira que por esos paisajes, hace menos de 20 años, estuviera sucediendo una guerra, con la saña particular de las guerras civiles, las de la gente que odia más para distinguirse de aquellos que le son idénticos. Uno imagina las guerras en lugares de antemano desiertos o siniestros. Lo que veo en las fotos de Elena, lo que ella me cuenta, son paisajes de colinas boscosas y valles fértiles con ríos. En Sarajevo, una ciudad bulliciosa con mucha gente en las calles, ha visto edificios todavía en ruinas y muros picoteados por la metralla. Le pido que me hable de Mostar, del puente de Mostar, que fue destruído insensatamente durante la guerra, que era una maravilla de la ingeniería otomana del siglo XVI. El puente vuelve a estar en su sitio y en Mostar queda el buen recuerdo de los guardias civiles españoles que mantuvieron la paz en los tiempos más difíciles de la postguerra. Quiero enseñarles estas fotos a mis amigos de aquí que se marcharon hace años del país que ya no existe, Yugoslavia, al poeta Charles Simic, a mi editora, Drenka Willen. Los dos conocen muy bien el escalofrío que aprendieron de niños: la absurda facilidad de la destrucción.

Puente de Mostar
Puente de Mostar
Antonio Muñoz Molina
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