Los libros que no empezaron siendo libros: los que se han hecho a golpes de azar y han llegado a existir cuando su autor ya estaba muerto; los que lo acompañan a uno de manera intermitente a lo largo de los años, rara vez leídos completos, transmitiendo así mejor su condición fragmentaria, su melancolía de cosas póstumas en las que nuestra lectura tiene algo de intromisión. Mi preferido tal vez entre ellos, las Cartas a Milena, de Kafka, en la traducción de J.R. Wilcock, que está en Alianza, y que probablemente se publicó antes en Buenos Aires. Kafka murió en 1924 siendo un desconocido. Milena Jesenska guardó sus cartas hasta 1939, cuando supo que los nazis ocupantes de Praga la detendrían pronto, y quiso salvarlas, algo tan secreto y tan frágil que probablemente se perdería sin rastro en el apocalipsis de Europa. Milena, una mujer valerosa que se jugó la vida ayudando a resistentes y a fugitivos judíos, que murió en mayo de 1944 en el campo de Ravensbrück, las entregó a un amigo, Willy Haas, que también tuvo que esconderse, pero que a diferencia de ella sobrevivió a la guerra.
Conviene conocer la historia cuando se tiene el libro entre manos, porque como tantas cosas valiosas que damos por supuestas estuvo a punto de no existir. El ejemplar que tengo conmigo, el que he usado para la clase, es el mismo con el que trabajé mientras escribía Sefarad. Tiene los subrayados a lápiz de entonces. El libro se abre por sí solo en las páginas que más he frecuentado. Ésta, por ejemplo, que alguna vez copié a mano:
“Muchas veces tengo la impresión de que estuviéramos en una habitación con dos puertas opuestas, y cada uno tuviera aferrada la manija de una puerta, y apenas uno mueve los párpados ya está el otro detrás de su puerta, y ahota basta que el primero diga una sola palabra para que el otro cierre su puerta detrás de sí y desaparezca. Volverá a abrir la puerta, por supuesto, ya que tal vez es una habitación que no puede abandonarse. Si por lo menos el primero no se pareciera tan exactamente al segundo, si se quedara quieto, si por lo menos aparentara no mirar al segundo, si se dedicara a poner lentamente en orden el cuarto, como si fuera un cuarto como todos los demás; pero en cambio hace exactamente lo mismo que el otro junto a su puerta, y a veces se encuentran ambos cada uno detrás de su puerta, y la hermosa habitación queda vacía”.
No estoy leyendo un libro. Estoy espiando una carta de amor. Porque también dice Kafka: “Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas”.