Este es sin duda uno de los grandes placeres de la vida: enseñar algunos de los lugares favoritos de la ciudad que uno ama a una persona querida que sabe apreciarlos. Lo pensaba ayer por la mañana, cuando recogí a José Ángel González Sainz en su hotel de Madison para dar un largo paseo sin rumbo. Hacía fresco y sol, se nublaba, caían unas gotas, volvía el sol. Daba gusto ir por ahí caminando y conversando, a medias atentos a lo que veíamos, a medias a la conversación que faltamente regresaba a los asuntos españoles. Hay personas que no se fijan en nada. Que dicen que se fijan, pero en realidad andan en otra cosa, no enfocan nunca la mirada.
A José Ángel se le nota enseguida que es un buen degustador de ciudades. Se fija en lo obvio, claro, y también en lo que no es obvio. Y aunque la atención se mantiene siempre despierta para apreciar la silueta de un depósito de agua o la quietud de lago de Gramercy Park o las glicinias recién florecidas que ocupan una fachada en una calle recóndita el diálogo sobre nuestro país no se interrumpe. Este presente desolado y las sinrazones y las estupideces y las mezquindades y las cobardías que nos han llevado a él: la pavorosa incompetencia de las elites políticas, la capitulación de la ciudadanía, la dificultad de la concordia, la diferencia cobarde entre lo que se dice en público y lo que se dice en privado.
Así que estamos simultáneamente y plenamente en Nueva York y en España, y el curso de la conversación es tan azaroso como el de la caminata. Un momento después de hablar de la arquitectura Art-Déco estamos hablando de Julián Besteiro y dos minutos después de la traducción de Absalón, Abasalón que hizo Miguel Martínez-Laje, y luego de Primo Levi.
Y hablando de Primo Levi, y revisando la conversación de ayer: qué falta hace en España, en el País Vasco, leer con mucha atención Los hundidos y los salvados.