Antes de conocer a Fernando Aramburu yo lo imaginaba, según sus fotos y la gravedad de mucho de lo que escribe, como una persona algo sombría. Me encontré con él por fin cara a cara el martes por la tarde en el Cervantes de Nueva York y lo que me sorprendió fue su alegría cordial, su presencia corpulenta y benévola. Fernando Aramburu hace bromas sobre sí mismo, sobre su oficio y sobre el mundo, y apenas sin transición se pone muy serio y dice verdades tremendas. Incluso cuando habla con más claridad y más dolor no se le desdibuja la sonrisa.
Ha venido a Nueva York para un ciclo sobre el terrorismo en el cine, la literatura y la vida cotidiana que ha organizado su director, Javier Rioyo. Con Aramburu, que ha escrito páginas tan admirables de ficción en torno a esa infamia, vino también mi querido José Ángel González Sainz, autor de dos novelas magníficas que giran en torno al terrorismo etarra y a sus sucedáneos, Volver al mundo y Ojos que no ven. José Ángel vive en Italia, así que nos vemos de tarde en tarde, aunque nos escribimos mucho. Tenerlo en esta otra ciudad mía es una novedad que agradezco: la oportunidad de mostrarle algo de ella.
De ojos que no ven lo que tienen delante trata la película de Manuel Gutiérrez Aragón que vimos anoche, Todos estamos invitados. Todo lo que tenga que ver con el dolor provocado por esa chusma sanguinaria lo sume a uno en una tristeza sin alivio. Tanta muerte, tanto sufrimiento, tanta vileza, para qué. Y qué prisa hay para que todo eso caiga en el olvido. La literatura y el cine son herramientas del recuerdo lúcido, de la voluntad de comprender los mecanismos del espanto, de rendir homenaje a los que más han sufrido y no tendrán nunca el privilegio de la amnesia.