Pasan por Nueva York, camino de Boston, el doctor Luis Salvador Carulla y su esposa, Paula. Comemos con ellos el domingo en Fiorello’s, entre una multitud ruidosa de familias con niños que celebran la Pascua. Muchos niños y algunos mayores llevan diademas con orejas de conejo. En la mesa de al lado, aislado entre los adultos, un niño de siete u ocho años ve una película en un iPad con unos auriculares enormes, mojando mecánicamente patatas en ketchup y masticándolas sin apartar los ojos de la pantalla.
El doctor Carulla es un psiquiatra especializado en las vertientes sociales de la salud mental. Tiene un aspecto tranquilo y habla sin levantar la voz, pero es un torrente de conocimientos que explica con una claridad cordial. Se queja de las nuevas corrientes universitarias en Psiquiatría que solo hacen caso de la genética y de los fármacos: habla del valor de la conversación, de la importancia de vincular la medicina con otras ramas de la ciencia, con la literatura y las artes. Contar es terapeútico: los seres humanos necesitamos explicarnos el mundo mediante las historias, resumirlo en las formas plásticas del arte o en las secuencias temporales de la música, que es otra forma de contar. Que no exista una sociedad sin música, sin relatos, sin imágenes plásticas es una prueba de que el arte es un universal humano, una necesidad primaria, no un lujo estético de minorías.
Va a Boston porque le dan un premio muy importante en la psiquiatría internacional, el Leon Eisenberg. Después a Washington, a dar una conferencia a directivos de los institutos nacionales de salud. El doctor Carulla es una eminencia en su campo, pero habla sin ninguna arrogancia y muestra un interés profundo en todo lo que se le cuenta. Es catedrático de la universidad de Cádiz, pero me da la sensación, sin que él diga nada, de que a sus colegas no les impresiona mucho el reconocimiento internacional a su trabajo. Acaba de aceptar un puesto para unos años nada menos que en la universidad de Sidney. En el verano Paula y él harán las maletas para mudarse al otro lado del mundo.
Les da vértigo y les hace ilusión. Nos cuentan que el viaje dura treinta horas. Como hemos descubierto que compartimos la afición por el arte primitivo, el doctor Carulla anticipa la emoción de ver con sus propios ojos las maravillas de la pintura aborigen australiana.