Tanta maravilla junta, de golpe, una abundancia, una ebriedad de cosas que la pobre imaginación no puede abarcar: la presencia de Antonio y Elena, la sucesión de días frescos y luminosos de abril, que estimulan por igual la caminata y la mirada; los remolinos de pétalos de flores de almendro, de cerezo, de peral, de olmo; las calles llenas de gente recién desprendida de la ropa y de las actitudes del invierno; el gusto de enseñar a nuestros hijos y compartir con ellos los lugares de nuestra vida de aquí: unos huevos benedict en Henry’s escuchando a un trío de guitarra y contrabajo; el cuarteto Emerson que toca en Alice Tully Hall cuartetos últimos de Beethoven; una pizza barata y desmesurada en Arturo’s; un paseo de media mañana río arriba hacia el puente George Washington; desayunar café con leche y esos panes tostados de variedades fantasiosas que compra Elvira en la panadería Silver Moon, en la esquina de Broadway con la 105; salir de clase y encontrarme con Elvira y con ellos para comer juntos con la normalidad de lo diario.
Ayer se marcharon, Antonio a Madrid, Elena a Trieste. En la tarde del sábado la casa se nos quedó silenciosa y algo deshabitada. Me acordé de algo que decía mi abuelo Manuel cuando mi hermana y yo nos marchábamos de la casa de Úbeda con nuestra respectivas familias, después del trajín de las vacaciones: “Barco lleno, barco vacío”. Hoy el domingo ha sido igual de radiante, con una perfección excesiva, a la que no estamos acostumbrados en esta ciudad de cambios abruptos de tiempo. Duraba el buen tiempo, duraba el sol en la tarde festiva. En la gratitud por vivir queda un atisbo de melancolía. Y además hay que escribir el artículo del sábado que viene.