Cuanto más me aburre casi todo ese arte contemporáneo que celebran más los entendidos y los críticos más me gusta el arte inesperado que se encuentra en la naturaleza o en la vida cotidiana: un puñado de hierba recién brotada entre las hojas secas del otoño anterior, el reflejo de un edificio en el cristal de un autobús, una historia que me cuenta alguien, o que escucho disimuladamente a dos personas que conversan en el metro, la silueta de un árbol contra un cielo nublado. Cuando voy a Chelsea, a la zona de las galerías del arte, lo que me produce más impacto son los espacios interiores, el río más allá de las últimas esquinas, los almacenes abandonados, los talleres mecánicos. De lo considerado oficialmente como arte no me queda memoria al cabo de quince minutos.
Ahora, desde hace unos meses, he descubierto las aceras de Nueva York. Están hechas con bloques rectangulares de cemento, de modo que en el tiempo que duró el fraguado han podido suceder muchas cosas en esas superficies lisas: que haya caído una hoja, dejando un rastro exacto, como de hoja fósil del año pasado, que alguien haya escrito un nombre o una fecha, que se hayan impreso las huellas de un perro o de un gato o las de un pájaro.
Ayer vi en una acera el hueco de una mano abierta lleno de agua de la lluvia caída al amanecer. Le hice una foto y me acordé de algo que dice Fernando Pessoa en el Libro del desasosiego:
Por arte se entiende todo lo que nos deleita sin que sea nuestro: el rostro de paso, la sonrisa ofrecida a otro, el poema, el universo objetivo. Poseer es perder. Sentir sin poseer es guardar, porque es extraer la esencia de algo.