Cuando nos presentan, Bernard me saluda en español con un vozarrón que exagera su acento: “¡No pasarán! ¡Madrid será la tumba del fascismo!” Es grande, casi hercúleo, con el pelo rapado y gris, con un pequeño pendiente, barbudo, con un gorro gris de lana con visera del que está muy orgulloso, porque asegura que es un gorro auténtico de miliciano anarquista español. Bernard empezó a hacer su tesis universitaria sobre las luchas obreras en España, y vivió en Madrid y en Gijón en los primeros ochenta. Acaba de jubilarse como profesor de lengua española en una High School pero no tiene pinta de que la jubilación vaya a apaciguarlo. Conduce con brusquedad y soltando insultos hispánicos –pendejo, chingado– un coche lleno de cosas, papeles, un bastón, recibos tirados por el suelo, hojas de periódico, botellas vacías de plástico. Su apellido es Senderovich: originalmente español, Sendero, adquirió una terminación eslava cuando su familia de judíos expulsados se instaló en los Balcanes. Con él, con Marc y con Gary, un experto en computadoras y maestro ajedrecista, voy a Brooklyn, a su confín más lejano, East New York, el vecindario en el que los tres se criaron, al que regresan hoy por gusto de visitar los lugares de la niñez y la adolescencia. Gary tiene una nariz aguileña,una melena de pelos blancos y tiesos debajo del gorro de lana, una risa continua, unas zapatillas deportivas desproporcionadas. Cuando sube al coche les muestra como un tesoro a sus dos amigos un CD con canciones revolucionarias cantadas por Paul Robeson. Cuando eran adolescentes escuchaban esas mismas canciones en un viejo LP, en el sótano de la casa de Gary, con la excitación de estar haciendo algo vagamente subversivo. No han dejado de ser amigos desde entonces. Rememoran los nombres de los profesores, de los directores que los sancionaban, de las chicas de las que se enamoraban con timidez sin esperanza, de las palizas que empezaron a recibir cuando llegó la epidemia de la delincuencia y las drogas y el barrio en el que habían crecido jugando en la calle se llenó de bandas violentas. Un día, al salir del cine, Marc vio en la acera un charco con la sangre de alguien que acababa de ser asesinado a tiros. Son hijos de la clase trabajadora judía y militante de Nueva York. El padre de Marc era maestro impresor y esperantista. El padre de Gary era profesor de Instituto, y su madre maestra. Bernard tenía un tío abuelo que luchó en la guerra de España, en la Brigada Lincoln. Durante los años de la caza de brujas el FBI le hizo la vida imposible. Encontraba un trabajo y a los pocos días se presentaba en la empresa un agente del FBI que hablaba en privado con el patrón, y al día siguiente el tío de Bernard estaba despedido. Ponen el CD en el coche y cantan al unísono, como si estuvieran de nuevo en el sótano de la casa de Gary, Bernard marcando el ritmo marcial de algunas canciones con puñetazos sobre el volante. Cuando cruzamos el puente de Brooklyn Paul Robeson canta con su abrumadora voz de bajo una versión republicana y en inglés de Los cuatro muleros.
No pasarán
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