Willi Zurbrügger, que lleva más de veinte años traduciendo mis libros al alemán, me contó la sensación de cruzar a Berlín Este en los años setenta: las miradas hostiles de los policías, el registro meticuloso, la conciencia de ser espiado, la tristeza de un mundo ajeno y remoto, tan cerca, los viejos edificios con las huellas intocadas de la guerra. Le pregunté a qué olía el otro lado de Berlín. Se quedó pensando un momento y dijo: “al carbón malo y barato de las calefacciones”. A un amigo que volvía de Moscú recuerdo haberle preguntado que a qué olía la Unión Soviética: ese impacto olfativo de los lugares a los que llegamos por primera vez. Me contestó que olía a col hervida y agria.
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