Cómo sería que lo hicieran montarse a uno en un coche esa madrugada de agosto, mirar las luces de Granada y de la Vega a través de una ventanilla, mientras el coche subía por la carretera torcida y empinada, mirar en la oscuridad las caras de los compañeros de viaje, los condenados y los guardias con armas, guardar silencio o atreverse a decir algo, alimentar una última esperanza insensata, acordarse de cosas sagradas y de cosas triviales, de conversaciones con amigos o del último encuentro con un amor, ser encerrado en una habitación cualquiera que ahora era una celda de condenados a muerte, sentir el frío nocturno casi de Sierra después del calor de agosto, pensar, “van a matarme”, sentir el miedo y la irrealidad, quizás ganas de fumar un cigarrillo, o de orinar, o la incomodidad de estar sentado en un suelo sucio, ver las caras de los que venían a buscarlo, caras no especialmente criminales ni crueles sino solo vulgares, caras quizás de rutina y cansancio, avanzar tropezando sobre la tierra áspera, con aquellos andares torpes que todo el mundo dice que tenía, con sus pies planos, escuchar las pisadas de los demás y la murga de los grillos, cerrar los ojos para no ser deslumbrado por los faros del coche, recibir un disparo o dos y todavía no estar muerto, porque en aquellos pelotones de ejecución había gente inexperta, cuál sería la última imagen, el último recuerdo antes del desvanecimiento en la pura nada, antes de que se apagara el eco del último disparo en la noche quieta de agosto.
