Lugares perfectos

Publicado el

Al enterarme de que el querido Maties Oliver es de Sóller me he acordado de un proyecto antiguo que tengo, un catálogo de lugares perfectos: lugares no solo hospitalarios, sino también exactamente ajustados a su finalidad práctica, lugares de belleza sin énfasis, de maestría un poco involuntaria, sin espectacularidad, lugares no creados de golpe con un propósito unitario sino que se han ido haciendo con el paso del tiempo, con algo de negligencia, que el tiempo ha gastado sin estropearlos, que se han mantenido a salvo de la decadencia tan eficazmente como de la renovación punitiva. Lugares en los que uno se encuentra de pronto siendo feliz, sin mucho motivo, sin euforia, con una especie de dulzura interior, con una sensación impremeditada de afinidad hacia las cosas y la gente.

Boceto de una lista provisional: el café Comercial de Madrid; el café Les Deux Mâgots de París; el Tortoni o La Biela en Buenos Aires; la heladería Volta, también en Buenos Aires; el pequeño restaurante de París, en un callejón cercano a la calle Beaux-Arts, donde me llevó una vez a comer Juan José Saer, y donde nos pasamos horas bebiendo vino y comiendo platos caseros y hablando de Proust y de Bill  Evans; la pastelería Suiza en la plaza del Rossio de Lisboa; la heladería Los Italianos, en Granada; la librería Three Lives, en Nueva York; el restaurante Casa Leopoldo en Barcelona; El Village Vanguard y el Smoke Club en Nueva York; el barrio del Once en Buenos Aires; la Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, con sus goyas casi desconocidos; el mercadillo de baratijas y antigüedades en la esquina de Columbus Avenue y la calle 77 en Nueva York; la barra de Casa Flores, en el Puerto de Santa María; la cafetería Monterrey y el museo de Bellas Artes de Bilbao; el mirador de San Lorenzo en Úbeda; la casa de Antonio Machado y la plaza mayor en Segovia; el Jardín Botánico de Madrid; el Museo de Historia Natural de Nueva York; cualquier patio de las sociedades de plateros de Córdoba; el paseo martítimo de Cadaqués; la coctelería Del Diego en Madrid…

Y la plaza de Sóller: la plaza recogida, desigual, con un banco modernista y una iglesia al costado, con cafés, con tiendas, con una papelería, con árboles de mucha sombra, con los raíles de un pacífico tranvía que viene del puerto y se desliza sinuosamente entre las mesas de las terrazas; las mesas con sillones de mimbre en los que uno se sienta en la mañana fresca a leer el periódico y tomar el desayuno con una templanza como de llevar toda la vida haciendo lo mismo, como de ser un habitual al que los camareros le sirven su zumo y su media tostada sin necesidad de preguntarle. Uno va dejando a un lado vidas posibles, que nunca sabe a dónde le habrían conducido, the road not taken del poema de Robert Frost. Hace siete u ocho años Elvira y yo descubrimos Sóller y nos gustó tanto que volvimos bastantes veces seguidas.Nos sentábamos en aquella plaza a tomar café y a ver pasar a nuestro lado el tranvía. Paseábamos por la calles y explorábamos los portales y los jardines de sus casas burguesas. Alquilamos un coche y nos aficionamos a recorrer la comarca, a comer arroz brut en Fornalutx y perdernos por los caminos entre los campos de naranjos. En uno de aquellos paseos vimos una casa que se vendía a un precio excelente y nos imaginamos pasando largos meses de indolencia y trabajo en ella, en aquellas habitaciones en las que había sitio para que vinieran a veranear nuestros hijos. Elvira tiene una relación muy estrecha con Mallorca: pasó allí varios años de su infancia errabunda. Al final las cosas fueron por otros caminos, pero nos acordamos siempre de Sóller, de aquella plaza vecinal en la que entraba el tranvía.