Ay las ciudades esquivas de los viajes profesionales muy atareados. Buenos Aires entrevista por la ventanilla de un taxi, entrando en la mañana luminosa de otoño desde el aeropuerto de Eceiza; Buenos Aires desde la ventana de la habitación del hotel, en el piso undécimo, terrazas blancas contra el limpio cielo azul pálido; las cúpulas y las cruces y las estatuas de ángeles del cementerio de la Recoleta vistas desde una ventana muy alta al salir del ascensor en el pasillo. Camino anoche con un amigo por la avenida Alvear, viendo mansiones ciclópeas de hacendados que ahora son embajadas; conversamos sobre los años setenta, sobre las vísperas terribles del golpe del 76, el regreso caótico de Perón, la crisis económica, la guerrilla, la Triple A. Mi amigo estuvo preso y cuando los militares lo soltaron se exilió a México. Me da pudor preguntarle por su cautiverio. Me señala el portal del edificio donde vivió Bioy Casares. Me habla de las paradojas del patriotismo: el año 82, cuando la guerra de las Malvinas, compañeros suyos de exilio que habían sido torturados querían inscribirse en la embajada argentina para ir a luchar contra los ingleses. Qué cerca está todo ese pasado, y qué fácilmente emerge, desborda las conversaciones.
Por fin esta tarde me quedo libre a las 6, cuando todavía hay sol. Detrás de la plaza de la Recoleta, en una esquina de la calle Ayacucho, encuentro antes de empezar a buscarlo el escaparate de la heladería Volta, que descubrí en mi viaje anterior. El paraíso si a uno le gustan mucho los helados. Después de hablar tanto, contestando a entrevistas, de someterme con buen ánimo a la incomodidad de las fotos, de ir de un lado a otro con el tiempo medido, pasear a solas y sin prisa en el atardecer de Buenos Aires tomándome un helado es un regalo que no está uno seguro de merecer. En las terrazas queda sol. “La enfática luz de Buenos Aires”, dice en un cuento Bioy. No recordaba la amplitud planetaria del gran ombú que hay frente al café la Biela. Esta noche iré a cenar con amigos a un restaurante de Palermo. Pero ahora, estas horas por delante, no tengo nada que hacer. Disfruto cada minuto de indolencia igual que cada cucharada de helado. A la entrada de una librería veo una hermosa edición de loa obra poética de Borges y no puedo resistirme. La que tengo en Madrid la compré hace más de 30 años en la librería Lagun de San Sebastián. Compro esta por gusto, para tenerla conmigo en el viaje, para llevármela a Nueva York. En la habitación del hotel me tiendo en la cama y abro al azar:
En busca de la tarde
fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
En la ventana ya es de noche. En una terraza, varios pisos más abajo, alumbrada con luces como de verbena, unos chicos jóvenes avivan las ascuas de un asado. Los veo reirse pero el cristal hermético no me deja oir las voces, ni recibir el olor del fuego ni el de la carne que extienden sobre una parrilla.