Fiebre lectora

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Veo a Elvira en estado de trance, llegando a las últimas páginas de Doctor Zhivago, en la traducción de Marta Rebón, que es la primera que se hace directamente al español. La que muchos de nosotros leímos hace más de veinte años estaba traducida de la traducción italiana, y aun así la novela era poderosísima. Marta Rebón tradujo también Vida y destino, de Vasili Grossman, que fue uno de esos éxitos de ventas inesperados que a uno le alimentan el optimismo sobre el futuro de la lectura en español. Qué extraña y tardía justicia poética, que esos escritores cuyas obras padecieron la persecución de un régimen omnipotente hayan sobrevivido y estén más presentes que nunca cuando aquel régimen es una sombra del pasado. A Pasternak el premio Nobel le arruinó aún más la vida. A Vasili Grossman le confiscaron hasta la cinta de la máquina en la que había escrito su novela, y murió pensando que no quedaba ninguna copia de ella.

Elvira se iba de viaje estos días atrás y lo primero que echa en la maleta era Doctor Zhivago. Cuando ya estoy medio dormido me despierta para leerme alguna frase que la ha conmovido. Cuando me llama por teléfono desde un hotel o desde el AVE las palabras de Pasternak vertidas a un español limpio y caudaloso por Marta Rebón son casi lo primero que escucho. Qué maravilla, sumergirse así en una novela, en una larga novela, vivir en ella, buscar unos minutos para avanzar solo unas páginas, sentir que uno respira la novela, que la novela lo habita. Antonio me cuenta que ha vivido así durante varias semanas leyendo La montaña mágica, de Thomas Mann. A Miguel lo vi igual de alucinado con el Moby Dick que le regalé para Navidad.

Vivir en una novela, como Hans Castorp vivía en su sanatorio de las montañas suizas, como Ishmael en el Pequod. Ahora mismo, mientras yo escribo, Elvira está sentada en el sillón de leer de mi cuarto, frente al equipo de música, los pies sobre el escabel, Lolita en el regazo, la novela entre las manos, ya con el filo delgado de las últimas páginas, la luz de la lámpara sobre el libro abierto. Está en la misma habitación que yo y en otro mundo, en la Rusia de la revolución y la guerra civil, muy seria, absorta, con sus gafas de leer. Quizás no escucha ni la lluvia que sigue chorreando en los cristales de la ventana. Aparte de la lluvia y del teclado de mi ordenador lo único que se escucha cada cierto tiempo es el rumor del la página que ella está pasando con impaciencia. La interrumpo para pedirle que me lea de nuevo una frase que me impresionó mucho:

“Pero para hacer el bien, a su rectitud moral le faltaba la tolerancia del corazón, que no conoce casos generales, sólo particulares, y cuya grandeza está en las pequeñas acciones”.

Inmediatamente después ya se ha sumergido de nuevo en las profundidades de la lectura.