En la calle solitaria y sin tráfico el corredor que ha aparecido de frente doblando la esquina tiene una presencia alarmante. Grande, fornido, en pantalón corto, en camiseta, sudoroso y rojo por el esfuerzo de correr, la cabeza afeitada, la respiración afanosa. Tardo un momento en abarcar todos los tatuajes que lo cubren: los brazos enteros, desde las muñecas velludas hasta lo más alto de los bíceps, las piernas, la base del cuello, tatuajes con esas filigranas abstractas que se llevan ahora, no el antiguo tatuaje figurativo, de escuela carcelaria o marinera, o legionaria, de corazones atravesados y señoritas desnudas o declaraciones de Amor de Madre. Pasa a mi lado corriendo y me vuelvo para mirarlo por detrás: más tatuajes en los muslos, en los gemelos hinchados, en la base de la nuca. La ancha espalda de la camiseta, empapada de sudor, dilatada por la musculatura, está atravesada por un gran letrero:
A lo mejor no ha caído en la cuenta de que él mismo es un practicante fervoroso, ultramontano, fundamentalista, de la religión del tatuaje, y quizás también de la del jogging, y la de la musculatura.