Empezaron llegando las tórtolas, el primer verano que pasábamos en esta casa con jardín, en una de esas colonias que se construían en los años veinte y treinta en la periferia cercana de Madrid, colonias de empleados y de cooperativas de trabajadores favorecidas por la ampliación de las líneas de tranvías, e inspiradas por los principios de urbanismo ilustrado de Arturo Soria. Las tórtolas venían puntualmente cada tarde a picotear el cuenco del pienso de nuestro perro, Chipi. Venían en parejas, pechugonas y pomposas, como matrimonios venidos a menos en una novela de Galdós que se presentan de visita a la hora de la merienda, a ver si cae algo. A Chipi le daba un ataque de pundonor y salía como una flecha a espantar a las tórtolas, interrumpiendo su holganza de perro veterano. Las tórtolas se iban, pero volvían al cabo de un rato. Cruzaban el jardín solemnemente, camino del cuenco, y apenas empezaban a picotear Chipi regresaba ladrando como un perro de ataque de tamaño reducido.
Pasamos el cuenco del jardín a la cocina pero nos daba pena de las tórtolas, que regresaban tan dignas y como no buscando nada y no encontraban la merienda. Pensé comprarles alpiste. A mi madre, que estaba pasando unas semanas con nosotros, se le ocurrió una solución mejor: el pan duro que no rallábamos se ponía en remojo y se les sacaba a las tórtolas. Mi madre, como tantas personas de su generación, tiene un talento extraordinario para no desperdiciar nada. El pan duro en remojo fue un éxito inmediato. Vinieron varias parejas más y nubes de gorriones. También alguna urraca, de vez en cuando, con su hermoso plumaje entre negro y azulado metálico. Habían empezado a madurar los higos y las uvas. Descubrimos que cada especie de pájaros tenía sus preferencias, salvo los gorriones, que se lo comían todo. Los pájaros me parecen criaturas admirables. Me gusta lo livianos y lo frugales que son. Una gota de agua bebida a picotazos mínimos les basta para calmar la sed. Una pequeña corteza de pan o un trozo de cereza o un poco de pulpa dulzona de higo les colman el apetetito. Al menor signo de peligro se ponen a salvo, con diligencia, pero sin ningún dramatismo. Se posan en un tallo inclinado de bambú y no llegan a doblarlo, y se quedan en él mecidos ligeramente por un poco de brisa. Echan a volar y apenas se mueve la rama de la que se han ido. Me recuerdan este poema Zen:
“Entra en el bosque y no mueve ni una hoja;
entra en el agua y no causa ni una ondulación.”
Con la sazón de las uvas a finales de agosto llegaron los mirlos. A los mirlos el pan en remojo o los higos nos les interesaban. Ponen un gesto como de ligera arrogancia. Pero desde el amanecer ya se escuchaba el alboroto que organizaban entre las hojas de la parra, comiéndose las uvas con sus bellos picos de un color amarillo anaranjado. Llegábamos de Nueva York en las madrugadas de invierno mucho antes de que se hiciera de día y en un silencio tan hondo que nos desasosegaba se repetía el canto limpio de un mirlo.
Al año siguiente descubrimos el talento de los pájaros para detectar el día exacto en que empezaban a ponerse rojas las cerezas. Rachid, que viene a cuidar el jardín cuando estamos fuera, propuso envolver en una red la copa del cerezo. Pero muy pronto nos resignamos a perder la mayor parte de la cosecha de cerezas a cambio del revuelo permanente que los pájaros de toda la vecindad traían al jardín. Al fin y al cabo nosotros podemos recurrir a la frutería. Se comen las cerezas, las uvas, las ciruelas, los higos, el pan en remojo, las bolitas de pienso. Se comen las pepitas de melón que ya no tiro a la basura y los brotes más tiernos de bambú. Y además ya no está Chipi para espantarlos: se murió este mes de mayo, con 16 años, y está enterrado en el mismo jardín en el que disfrutó tanto.