Asombra la naturalidad con que damos por supuesto que las vidas de los demás se reducen a la parte de ellas que está conectada o se roza con la nuestra: secundarios de mayor o menor relieve, extras que pasan o que nos sirven un café, en la película cuyo protagonista indudable es uno mismo, en una novela por entregas más detalladas y más larga que las aventuras cotidianas de Harvey Pekar; como los figurantes en El Show de Truman.
En la película de mi vida, a esta mujer con la que he charlado un rato esta mañana le toca estar en una pequeña oficina de un centro sanitario, dos veces al año como máximo, vestida de enfermera. Es rubia, menuda, de sonrisa fácil, con una cordialidad adiestrada para suavizar malos ratos a personas en situaciones difíciles. Es fácil imaginarla poniéndole la mano en el hombro a un paciente o llamándolo por su nombre un momento antes de clavarle una aguja. No sé imaginar cómo será cuando no lleve puesto su uniforme verde. Igual si la viera por la calle no la reconocería, como cuando te saluda cerca del hotel un hombre joven en camiseta y bermudas que hace un rato era un señor maduro con chaquetilla negra que te servía la cena. Habla en voz baja, acostumbrada a estar en lugares donde hay enfermos, y también con una inflexión algo conspirativa: baja la voz para contarme los absurdos diarios de la sanidad pública, con la que sin embargo se siente muy comprometida. De una visita a otra se repiten los agravios: los hospitales construidos con dinero público que se ceden a la gestión privada, la proliferación de cargos superfluos, el disparate de que cada comunidad autónoma tenga sus fechas particulares de vacunación, etc. Cuidado con el sitio de España en el que te sobreviene una emegencia grave, me explica. Si estás en Madrid, bien. Pero si estás en Segovia no te llevarán a Madrid, que es lo que está más cerca, sino a Salamanca o a León, de modo que te puedes morir en el viaje, si bien tendrás la ventaja de no salir de tu comunidad autónoma. “¿Y la gripe A?”, dice, con su voz conspirativa, mirándome muy fijo con los ojos claros, como si yo tuviera una respuesta. “¿Qué se hace ahora con todas las vacunas que se compraron para la gripe A? Y mientras tanto se nos moría la gente con la gripe normal”.
Pero hoy la conversación ha tenido un quiebro y de pronto nos encontramos hablando de África. Esta mujer que en mi imaginación no se quita el uniforme verde ni sale de su pequeña oficina resulta ser una mochilera intrépida que todos los veranos se va de vacaciones a algún país de África y que hace una semana estaba mirando el mundo desde la cima del Kilimanjaro. “No es muy difícil el ascenso. Pero hay que hacerlo poco a poco, para acostumbrarse a la altura. Lo más impresionante son los cristales de hielo”. El verano pasado ascendió la otra gran montaña de Tanzania, el Meru. El Meru, el Kilimanjaro, qué resplandor de palabras. Con su mochila a cuestas esta mujer ha viajado por el paraíso terrenal del cráter del Gorongoro. Ha visto una manada de leones despedazar a un búfalo y enfangarse en sus vísceras. Me hace acordarme de los álbumes de cromos sobre África que los niños antiguos coleccionábamos cuando me habla de los pastores Masai: “Con sus túnicas rojas”, me dice, “con el machete al costado, con la lanza”. Se calla y se queda un momento mirándome. “Y con el móvil. Los Masai van siempre hablando por el móvil”.
Me despide, como otras veces, en la puerta de su pequeña oficina. Me da dos besos y me dice: Kwaheri. “Es adiós en swahili”.