El amor de los padres hacia los hijos ha sido menos cultivado por la literatura que el de los amantes entre sí, pero no es menos intenso ni menos angustioso, y está igual de marcado por los fantasmas y los espejismos. Al enamorarnos, según Stendhal, estamos proyectando en la otra persona deseos y sueños que no tienen demasiado que ver con ella, pero que su presencia cristaliza. No es casual que Stendhal, escribiendo en los primeros años de la revolución industrial y de la modernidad científica, recurriera célebremente a un término tomado de la ciencia -cristalización- para definir un sentimiento hasta entonces reservado al lenguaje de la literatura. Él, que se enamoró muchas veces, pero que no fue padre nunca, escribió con frecuencia de hijos que rompen con sus padres y reniegan de sus orígenes familiares y de clase para emprender nuevas vidas. La suya, al fin y al cabo, era una época de hijos rebeldes y sublevaciones universales contra la pesada autoridad paternal del Antiguo Régimen, contra los reyes empelucados y absolutos, contra la tiranía del clero y de las verdades indiscutibles y oficiales.
En el hijo se proyectan los sueños de los padres: el hijo orienta los suyos en otra dirección, y si acaso, con la ayuda del psicoanálisis, lo que reserva para sus padres es la justificación de sus propias frustraciones, la coartada de sus errores o de sus defectos. ¿Quién se parece a lo que sus padres soñaron que fuese? ¿Quién no rompe irreparablemente al crecer los lazos sutiles que lo ataron a su padre y a su madre en la infancia, que lo nutrieron tan eficazmente como los hilos cálidos de la leche materna?
Lo que los padres descubren se parece mucho a lo que acaba también descubriendo el enamorado: que el hijo, como el amante, no es la proyección de un sueño, sino un ser autónomo que sobre todo se parece a sí mismo, y que para vivir saludablemente ha de emanciparse de una dependencia que lo dejaría tullido emocionalmente si se mantuviera anclado a ella. ¿A quién queremos, a nuestro amante, a nuestro hijo, o a nuestra propia imagen proyectada en ellos, cristalizada stendhalianamente en los seres queridos?
Por vanidad delegada puede uno empeñarse en que su hijo aprenda karate, piano, alemán, sea un rayo en los deportes, se adiestre en el ballet clásico o en las danzas vernáculas de su vecindario. Pero el ejemplo máximo de vanidad paternal del que tengo noticia es el llamado oficialmente Repository for Germinal Choice, también llamado “Banco de semen de los premios Nobel”, que fue fundado en 1980 en California por el millonario Robert K. Graham, y que se mantuvo en funcionamiento hasta 1999. La idea era simple y llamativa. ¿No quieren padres y madres que sus hijos sean altos, brillantes, triunfales? Pues en lugar de resignarse a la dudosa lotería del azar y del patrimonio genético de la familia de uno, mejor será jugar sobre seguro y buscar la simiente de calidad más alta, igual que se seleccionan las mejores semillas para el césped o para los rosales del jardín. El millonario Graham aspiraba a conseguir el mejor semen de los mejores premios Nobel, no sólo los más inteligentes, sino también los más altos, saludables, atractivos, y también los más blancos, dado que muy raramente su clientela potencial se inclinaría por donantes de caras más oscuras.
La historia la cuenta el periodista americano David Plotz en un libro recién aparecido, The genius factory. El primer gran éxito comercial de Graham fue atraer como proveedor a William Shockley, premio Nobel de Física en 1956 por sus descubrimientos sobre los transistores. Pero resultó que Shockley era además un racista furibundo, que no tenía escrúpulos en vindicar la superioridad genética de la raza blanca, lo cual no favoreció en nada el buen nombre del banco de semen de los genios. Siendo tan sutiles las leyes de la herencia, tan delicado el mutuo influjo entre la naturaleza y la crianza, entre los dones naturales y el medio familiar y social en el que uno crece, no hay hijo que no sea un misterio, casi una pura posibilidad ilimitada. ¿Y qué clase de necia soberbia masculina hace pensar que la aportación del hombre vaya a prevalecer sobre la de la mujer? Al final el banco de semen de los más brillantes acabó en la quiebra, como tantos sueños excesivos en los que la vanidad influyó más que el sentido común, aunque dice David Plotz que ahora mismo hay en Estados Unidos doscientas trece personas que deben su existencia al capital genético administrado por Robert K. Graham. ¿Son más inteligentes, más atractivas, más felices, más prósperas que cualquiera de nosotros, que nacimos de la valiosa y modesta aportación de nuestro padre y nuestra madre comunes? Para bien o para mal, resulta que son como nosotros, seres humanos que dedican una gran parte de sus vidas a aprender el raro oficio de ser hijos y padres.