Hace unos meses, en los pantanos de Arkansas, un ornitólogo aficionado logró avistar un pájaro carpintero de pico de marfil, el ave que se creía extinguida desde 1944. ¿Cuántos ejemplares quedarán de su especie?
De una de las personas más decisivas en mi infancia, y en mi vida entera, no supe ni que había existido hasta que no leí su necrológica el pasado 12 de abril en el New York Times. El 12 de abril también es una de las fechas cruciales de mi vida, pero yo lo ignoraba, quizás por ese vicio de la imaginación o de la memoria pública que nos hace recordar fechas funestas o triviales y dejar en el olvido las que de verdad señalan el progreso del mundo. Este pasado 12 de abril se anunció en los periódicos la muerte del doctor Maurice Hilleman, y se celebró nada menos que el cincuenta aniversario del primer resultado definitivo en la vacuna de la polio. Ésta no la inventó el doctor Hilleman, sino el doctor Jonas Salk, y quizás por eso la gloria del uno casi ha borrado la del otro, pero entre los dos hicieron más por el bienestar de la humanidad que la mayor parte de los visionarios políticos y que esa caterva de presuntos iluminados a quienes se les llena la boca de buenas intenciones y no tienen la menor compasión hacia sus semejantes ni persiguen más fin que el halago de la vanidad o el de la codicia.
Ocho de las catorce vacunas que se administran habitualmente las desarrolló el doctor Hilleman: entre ellas la del sarampión, la de las paperas, la de las hepatitis A y B, la de la varicela, la de la meningitis y la de la pneumonía. Millares de pedagogos se ganan estupendamente la vida en el mundo desarrollado inventando palabros pseudotécnicos y procurando, no sin éxito, que los niños no corran en la escuela el menor peligro de aprender nada. Otros tantos programadores de televisión y dirigentes educativos se esfuerzan sin desmayo en propagar la basura más baja o el adoctrinamiento más grosero. No es muy probable que en las diversas televisiones públicas que se multiplican por España el doctor Hilleman o el doctor Salk hayan ocupado una parte del tiempo que se dedica en ellas a chismosos y rufianes, pero el mundo que nosotros conocemos, la infancia que tuvimos y la que han tenido luego nuestros hijos, no habrían sido iguales sin la influencia invisible de los dos.
El paralís, la polio, eran algunas de las palabras que designaban lo más temible en nuestra niñez pobre y lejana. No sabíamos lo que eran, como tampoco sabíamos de dónde venía el hombre del saco ni por qué nos daba tanto miedo la oscuridad cuando nuestros padres apagaban la luz. Sabíamos que eran una desgracia, y oíamos a los mayores hablar en voz baja de niños que habían sucumbido a ella, y también veíamos con frecuencia, con un confuso estremecimiento, cortejos fúnebres en los que el ataúd era pequeño y blanco. En las esquelas mortuorias de los niños venía dibujada la cabeza de un ángel, y no se decía que habían fallecido, sino que habían subido al Cielo. Había que tener miedo de todo, de los aparecidos y de la polio, del Drácula de las películas en blanco y negro y de la meningitis. Una expresión que oíamos de vez en cuando era tan siniestra como la palabra ataúd: pulmón de acero. Si a uno lo atacaba la polio podía morir o quedarse paralítico, o podía ser sepultado en un pulmón de acero, que debía de ser como un sarcófago para niños vivos.
Y de pronto empeza ron a darnos medicinas que eran pequeños terrones de azúcar empapados en un líquido rosa, y a ponernos en el hombro o en el muslo inyecciones que nos daban mucho miedo y que nos dejaban una extraña marca plana y redonda. No sabíamos que estábamos recibiendo los beneficios de las investigaciones del doctor Hilleman, del doctor Salk. Para algunos ya era tarde: para los que habían faltado un día de la escuela y ya no habían vuelto nunca, y para aquellos, tantos, que tenían que caminar a cojetadas, con una pierna apresada entre barras metálicas articuladas, con un zapato de gran alza. Un amigo mío con el que yo iba cada día a la escuela, oyendo a cada paso el ruido de su ortopedia, el pisotón de su zapato enorme, me decía, con una esperanza que nunca daba muestras de desfallecer: -El año que viene no, ni el otro tampoco, ni el siguiente tampoco, pero el que viene después me quitarán los hierros.
Aún lo veo alguna vez, y él ya no me reconoce, pero yo lo miro caminando con dificultad y me acuerdo de aquel año que siempre iba siendo postergado. En esa época nos decían que cada niño tenía un ángel de la guarda y nos enseñaban a rezarle cada noche para que nos protegiera. Lo que mejor nos protegía era la presencia doble y benévola del doctor Salk y del doctor Hilleman, que se murió discretamente, sin pompa ninguna, el 11 de abril, a los 85 años.