Las pruebas de ADN no sólo están desmintiendo malentendidos sobre la paternidad o revelando la inocencia de personas injustamente condenadas: también llevan camino de enmendar algunos embustes muy peligrosos de la historia. Parece en principio más grave equivocarse sobre la autoría de un crimen reciente que sostener ideas falsas sobre lo que ocurrió o dejó de ocurrir hace varios miles de años, pero con mucha frecuencia los errores o las mentiras sobre el pasado lejano se convierten en coartadas para los abusos del presente, y no es inusual que a una persona la asesinen o le quemen la casa en virtud de ciertas creencias sobre un episodio histórico del siglo XIV. En la guerra que destruyó Yugoslavia en los años noventa a la gente se la mataba para vengar batallas medievales perdidas, y los lunáticos que secuestraron unos cuantos aviones en la mañana del 11 de septiembre tenían entre sus propósitos declarados la recuperación del reino musulmán de al-Andalus.
Hace unos meses, en la civilizada Barcelona, tuve ocasión de leer unas pancartas en las que a mi mujer y a mí se nos urgía con cierta vehemencia a regresar a África, en virtud de nuestra condición deplorable de españoles, y quizás en la creencia de que éramos renegridos invasores. Me habría gustado indicarle a alguno de los portadores de aquellas pancartas que no sólo yo, como bochornoso jienense, procedo de lo que antes llamaban las revistas misionales “el continente negro”: también él, y cada uno de sus compañeros de manifestación, y todos los demás miembros de la especie humana, incluyendo el abad de Montserrat -dicho con todos los respetos- comparten conmigo un idéntico origen africano.
En nombre de antepasados remotos o que nunca existieron se califican de extranjeros y hasta de enemigos a los que son nuestros semejantes, o peor aún, se les niega la condición humana. Con embustes de apariencia científica se justificaba hasta hace nada el racismo: con apelaciones a la prehistoria, cimenta su patriotería xenófoba, y con alguna frecuencia homicida, la chusma que en el País Vasco recibe como héroes a los terroristas que salen de la cárcel. Una de las más largas tradiciones de hostilidad en Europa, la que ha enfrentado durante siglos a ingleses e irlandeses, remontaba su explicación a un origen milenario: los irlandeses son un pueblo celta y los ingleses son anglosajones; los anglosajones llegados del norte de Europa invadieron las Islas Británicas y empujaron a la población celta hacia los márgenes, hacia Escocia, Gales e Irlanda.
Quienes creen en los pueblos creen también en caracteres colectivos que se mantienen intactos durante milenios, y de los cuales los individuos -es decir, las personas reales- son tan sólo encarnaciones pasajeras. Para el nacionalista irlandés, los celtas serían soñadores, pacíficos, inclinados a la poesía; los anglosajones, prácticos, crueles, eficaces. Las virtudes de un grupo, con apenas ligera variación, se convierten en los defectos del otro: para el colonizador inglés, el alma celta de los irlandeses sería no la razón de sus méritos sino de sus peores defectos. Poéticos, soñadores, apacibles, los irlandeses no servirían para nada, y sería normal que un pueblo aguerrido y eficiente como el anglosajón los sojuzgara. Las mismas leyendas que alimentan el orgullo legitiman el fatalismo: hemos sido así durante milenios y no vamos a cambiar, declaran los portavoces de un grupo; han sido siempre así, y por lo tanto no tienen remedio, concluyen los otros. En ambos casos, el albedrío individual, la posibilidad de progreso, quedan excluidos. Y si alguien disiente del grupo se vuelve peor que el enemigo.
Un condenado por violación que quiere demostrar su inocencia deberá confiar más en un experto en genética que en un abogado: de modo semejante, es la genética, y no la Historia, el saber que corrige algunas de las mentiras del pasado. Quien ha puesto en duda la leyenda aceptada sobre los anglosajones y los celtas es el doctor Stephen Oppenheimer, de la universidad de Oxford, que después de dirigir durante años un proyecto masivo de recogida de ADN en las Islas Británicas ha llegado a una demoledora conclusión: la división entre celtas y anglosajones no tiene ninguna base genética. Ingleses e irlandeses, escoceses y galeses, proceden de un tronco común que llegó a las islas hará unos 16.000 años, cuando retrocedieron los últimos glaciares que las habían vuelto inhabitables durante al menos los cuatro milenios anteriores. Hubo invasiones, desde luego, pero la aportación de celtas, romanos, vikingos, sajones y normandos fue muy limitada. Los enemigos de siempre resulta que son hermanos y no lo sabían, y la voz de la sangre, que justifica tanto odio, tanto dolor, a lo que debería llamar es a la concor dia. Según el New York Times, el doctor Oppenheimer es consciente de que sus conclusiones van a irritar a casi todo el mundo. No sé yo si animarle a que su próximo proyecto de investigación lo lleve a cabo en España.