Así como la serotonina apacigua los peores impulsos humanos, otra hormona, la testosterona, empuja a muchos hombres a causar daño a sus semejantes sin que esté en juego su interés ni la defensa de su propia vida.
Algo tienen en común los guerreros homicidas de La Iliada, los soldados de las SS que sembraban el terror en el este de Europa, las patrullas de adolescentes asesinos de Liberia o Costa de Marfil, los belicosos pandilleros de Johannesburgo o Los Ángeles: son varones jóvenes, ebrios de fuerza física y de crueldad, gregarios, indiferentes al sufrimiento que provocan. La épica y las crónicas de sucesos narran desde tiempo inmemorial lo que confirma la estadística: el 90 por 100 de los crímenes que se cometen en el mundo los llevan a cabo los varones, y las edades de los más violentos oscilan mayoritariamente entre los 16 y los 30 años. Varones jóvenes de uniforme son la carne de cañón en todas las guerras y la pesadilla de los civiles desarmados. Héroes y asesinos guardan entre sí parecidos inquietantes, y en algunos casos sus hazañas son intercambiables. Patrullas de marines norteamericanos exterminaban en una tarde a los habitantes de una aldea vietnamita, y guerrilleros jemer apenas salidos de la adolescencia y fanatizados por las consignas maoístas de Pol Pot podían degollar sin remordimiento a cualquiera por el simple hecho de llevar gafas o de saber leer y escribir.
Buscamos explicaciones sociales, ideológicas: la desesperación de quien no tiene nada, el peligro de quien ha sido intoxicado por ideas a la vez simples y totales, que excluyen la duda y la templanza, que niegan al adversario o al diferente la plena humanidad, incluso el derecho a la vida. El Mal, la crueldad pura, sin motivo, el gusto de hacer daño nos aterran tanto que deseamos encontrarles razones escondidas, incluso justificaciones legitimadoras.
Imaginamos que dentro de los seres humanos existen zonas de claridad y zonas de sombra, que existe el demonio, que detrás de la cara afable y civilizada del doctor Jekyll hay un señor Hyde agazapado y esperando a saltar. La luna llena puede convertir a un hombre en un lobo, y un solo trago de una pócima despertar los instintos más crueles que estaban aletargados bajo un carácter apacible.
Hay sustancias que pueden trastornarnos, pero no proceden de la invención de ningún químico loco, ni de las hierbas que recogían en las noches de luna y hervían las brujas. Están dentro de nosotros, igual que nuestra saliva y nuestra sangre, y según investigaciones cada vez más precisas alimentan la saña que estalla de pronto en quien parecía apocado o pacífico y ayudan a explicar esa propensión abrumadora de tantos hombres a causar daño a sus semejantes sin que esté en juego su interés personal ni la defensa de su propia vida. Hay ideas homicidas, pero posiblemente no provocarían tal número de víctimas si no fuera por el efecto de la testosterona, que es la hormona que dispara el desarrollo de los órganos sexuales masculinos, y que a una cierta edad hace que a los niños se les oscurezca el bozo y se les haga más grave la voz: la misma sustancia que en vísperas de la adolescencia, en un tiempo de súbita confusión y trastorno, confirma nuestra identidad masculina, es la que envenena con su exceso a esos varones temibles que causan cada día más dolor en el mundo que las enfermedades o las catástrofes naturales. La testosterona emborracha a los hombres violentos con más eficacia que el alcohol o que los himnos tribales o patrióticos, y su crecida es tan perceptible en los organismos de quienes celebran una victoria deportiva arrasando el mobiliario público de una ciudad como en los asesinos solitarios o en los miembros de patrullas de exterminio. Debajo del uniforme o de la cara insomne y pálida del psicópata se atisba la pelambre del simio: los mismos niveles de testosterona que en los hombres crueles o fanáticos se registran en los machos más belicosos de las bandas de monos. Y una misma sustancia apacigua en los unos y en los otros los peores impulsos: la serotonina, ese neurotransmisor cuya falta nos puede sumir en la más oscura depresión, y que abunda más en nosotros, simios y humanos, si durante nuestro crecimiento hemos recibido la sensación de seguridad que sólo pueden depararnos el cariño y la protección de nuestros padres. La zona gris de las incertidumbres morales es un mapa químico en el que testosterona y serotonina alientan fuerzas secretas que pueden empujarnos hacia la templanza o hacia el horror. Pero nunca hasta ahora se había sabido con tanta certeza que la firme dulzura del cariño en la infancia es un poderoso antídoto contra los peores venenos de la condición adulta y masculina.