La obra de Miquel Barceló refleja una simbiosis entre la naturaleza y el arte. Durante dos años, este artista mallorquín ha decorado la capilla de San Pedro de la catedral de Palma con un mural que es un homenaje a la flora y la fauna mediterráneas.
Estoy impaciente por regresar a Mallorca para ver cuanto antes el gran mural de cerámica que Miquel Barceló ha terminado por fin en la catedral de Palma. Según cuentan, parece más una celebración de la diversidad biológica que de los secos misterios de la teología. Barceló ha llenado un gran muro de la catedral de imágenes de animales marinos, de la fauna gloriosa del Mediterráneo: peces, pulpos, cangrejos, estrellas de mar, gambas, langostas, pululando en la pintura como en una gran red recién alzada del agua, como en los puestos resplandecientes de una pescadería o en un hermoso manual de Zoología en el que cada especie tiene reservada su imagen, su descripción, su nombre vernáculo y latino y hasta sus posibilidades culinarias, porque al fin y al cabo el mural es una celebración de uno de los momentos más gozosos del relato evangélico, el de la multiplicación milagrosa de los panes y los peces.
Una de las muchas singularidades del talento de Miquel Barceló es el entusiasmo con que observa y pinta y esculpe las fuerzas de la naturaleza, los procesos de la fertilidad y de la corrupción, la pura abundancia y el despilfarro y el drama de la vida vegetal y animal. Sus lienzos, en vez de ser lisos, tienen muchas veces las irregularidades y las protuberancias de las rocas sobre las que pintaban figuras de animales los artistas hechiceros del Paleolítico, y su pupila y su mano son tan certeras como las de aquellos maestros remotos en la percepción del movimiento, del perfil exacto de cada animal. Miquel Barceló pinta cabras, monos, burros, termitas, peces de ojos desorbitados y fauces abiertas, frutas de pulpa roja que atraen a las hormigas y a las moscas, higos reventones, granadas, racimos de uvas, quijadas y calaveras. En uno de sus cuadros hay una figura con los brazos abiertos que empieza siendo un crucificado y termina no en dos pies clavados sobre la madera de la cruz, sino en la forma cónica y las raíces como cabelleras de un rábano. Con mucha frecuencia, el tema de sus cuadros es su propio estudio de artista que está siendo invadido por monos que saltan derribando lienzos y botes de pintura y tarros con pinceles y por cabras y termitas que se comen las grandes hojas de sus cuadernos de dibujo, suculentas de celulosa.
Barceló pasa una parte del año en París y otra en Mali, pero su mirada es la de alguien que ha crecido en una isla del Mediterráneo, bajo una luz clara y recta que disuelve cualquier bruma de fantasmagoría. Para llevar a cabo su mural de la catedral de Palma se fue a buscar la arcilla y los hornos de alfarería de la región de Nápoles, donde parece que las artes humanas son tan antiguas como los dones de la naturaleza, que las columnas y los capiteles derribados de los templos griegos tienen la misma majestad milenaria que los troncos de los olivos y que las rocas volcánicas de las laderas del Vesubio.
En Nápoles, en el museo de arte griego y romano de Capodimonte, me acordé el año pasado de Miquel Barceló viendo los mosaicos prodigiosos con figuras de animales y plantas que fueron sepultados bajo las cenizas en Pompeya. Asociamos el arte del mosaico con la rigidez ceremonial bizantina, con la sequedad abstracta y religiosa que se fue imponiendo en los últimos tiempos de Roma. Pero los mosaicos de Pompeya pertenecen a una edad anterior en la que la religión y el misticismo no habían proscrito aún el amor por la naturaleza material, el retrato detallado y veraz del mundo, que es en el fondo el impulso de la mirada científica. En los mosaicos de Pompeya no hay figuras alegóricas, ni retratos sacralizados de emperadores: hay pulpos, hay tiburones, hay peces-espada, hay langostas, cangrejos, perros, gatos, asnos, caballos, hay plantas perfectamente reconocibles, y todo tiene una viveza de colores, una sugestión de volumen que parecería imposible de lograr usando no pinceles y óleo, sino piezas diminutas de cerámica vidriada.
En el museo de Nápoles me acordé de los animales de Miquel Barceló y también de una frase que suele decir Antonio López García: que los artistas, en realidad, muy pocas veces han mirado atentamente la naturaleza. Después de aquella gozosa explosión de naturalismo de los mosaicos romanos vino la sombría negación neoplatónica y cristiana del mundo visible y tangible, el descrédito de lo material, que al fin y al cabo no sería más que la sombra de las grandes verdades abstractas, igual que la vida terrenal era el tránsito fatigoso hacia la vida eterna. En los bestiarios medievales el animal simboliza pecados o virtudes, y casi siempre es parcial o totalmente monstruoso, como si los artistas hubieran perdido la capacidad de representar lo que tenían delante de los ojos. Heredero de Picasso y de los artistas anónimos de los mosaicos pompeyanos, Miquel Barceló también es un discípulo de Buffon y de Darwin, a medio camino entre la Historia del Arte y la Historia Natural.