Viendo llover

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Hacia Despeñaperros, en el anochecer adelantado por el cambio reciente de hora, ya estaba nublándose. Grandes nubes encrespadas como los roquedales que se veían desde el tren. Llegamos al mismo tiempo a Úbeda y a la lluvia, la lluvia tupida y caudalosa que desea siempre la gente del campo, y que en estas tierras siempre es escasa. El taxista que nos llevaba a Úbeda desde la estación nos contaba que este año, además de todas las desgracias, ha llovido muy poco y la cosecha de aceituna se presenta escasa. Mi tío Pedro, que sabe tanto de estas cosas, nos cuenta hoy que con esta lluvia engordará la aceituna, y que la cosecha será algo mejor. Ya es tarde para que haya más aceitunas, pero las pocas que hay estarán más gordas y darán más aceite. Un alivio en estos tiempos de infortunio. Mi tío Pedro se acuerda de cuando él acaba de volver de la mili y dormíamos juntos en el último piso de esta casa. Volvía por las noches y me contaba en la oscuridad la película que acababa de ver en el cine. Se acuerda también, como si fuera ayer, de lo que disfrutó en la mili,  hace casi cincuenta años, en un Madrid de avenidas anchas y tranvías. Por primera vez en su vida comía con abundancia y no tenía que extenuarse trabajando en el campo. Era cartero en su cuartel y se pasaba el día yendo de un lado a otro de Madrid. Engordó quince kilos. Yo me acuerdo de cuando lo vi volver, recién licenciado. Estaba más gordo y más blanco que los demás hombres de la casa. Ahora lo miro y me cuesta ver en él a un hombre de más de setenta años. Veo la cara joven y algo cándida de mi tío Pedro. Pero ya dice Proust que a las personas que hemos conocido jóvenes las vemos jóvenes siempre. Yo creo más bien que bajo la cara del presente se trasluce con toda nitidez la de hace muchos años, o la cara íntima de cada uno que dura ajena al tiempo.

Photo: Philmarin