Arboricidas

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En mi ciudad natal, tan dañada por ineptos y por especuladores, el arboricidio es una tradición. En general en España las únicas tradiciones que se conservan son las retrógradas. Por eso la palabra nos alarma nada más oirla. Me acuerdo del impacto que me causó cuando tenía unos veinte años ver de pronto desnudo de árboles el paseo que se prolongaba hasta la carretera de salida en dirección a Baeza. Los talaros todos de la noche a la mañana, y aquella grata perspectiva de verdor y de sombra se convirtió en una rampa de asfalto. Talar árboles era moderno. Talaron la doble hilera central de grandes plátanos que había en la calle donde yo nací, y también las moreras enormes de las calles cercanas en las que los niños recogíamos las hojas para alimentar a nuestros gusanos de seda. En la plaza de los Caídos, donde está una estatua que me intrigaba de niño y que incluí, ligeramente modificada, en mi primera novela, había altos cipreses y acacias. También los cortaron, para poner unos naranjillos y unos aligustres, y creo que algún magnolio. A los concejales les gustan los magnolios, me explicó un amigo, porque son árboles caros y dejan buenas comisiones. En la pasión arboricida se juntaba el recelo del campesino de secano hacia el árbol que no da beneficio inmediato y la moda pedante de las “plazas duras”. Gracias a esas dos nobles tradiciones intelectuales muchas plazas de Úbeda son extensiones despiadadas en las que no hay más sombras que las de los oportunos maceteros de hierro, en los que suele haber grabada una U muy artística. La ausencia de vegetación realza sin duda el atractivo de la gran boca del aparcamiento que las autoridades locales instalaron en la misma plaza central de la ciudad, logrando así agravar las congestiones de tráfico, una conquista de la modernidad más meritoria todavía si se tiene en cuenta que Úbeda puede atraversarse entera a pie en unos 20 minutos. En ciudades más retrógradas los aparcamientos se disimulan, quizás por una idea anticuada del urbanismo, o incluso se sitúan a uan distancia disuasoria del centro. Antiguallas. En Úbeda se puede ir en coche a todas partes, como en Los Angeles. En mi querida calle del Pozo, tan estrecha, hay más tráfico que en la W 106th de Nueva York.

Pero el progreso no se detiene nunca, a pesar de los quejicas y los nostálgicos de siempre. Un buen amigo de Úbeda me manda este mensaje:

Hace unos meses, gobernando todavía el PSOE, se taló el viejo olmo que había en lo alto de la calle Sagasta y que con el fondo del Hospital de Santiago servía de estampa perfecta de la ciudad. Ahora, el gobierno del PP se ha aplicado con saña a la tala de árboles. Hace unos años, quince más o menos, plantaron en la Torrenueva unos árboles que habían crecido y estaban lustrosos. Tenían, es cierto, el problema de que sus raíces habían reventado las aceras. Y el Ayuntamiento los HA CORTADO TODOS y en lugar de cambiarlos por árboles que puedan crecer y ponerse frondosos y dar sombra… los ha cambiado por naranjos.
El año pasado, cuando se terminaron las obras de peatonalización de la Calle Nueva, se plantó una especie de arce, que le daba a la esa calle, que ha quedado realmente bien, un aspecto moderno, europeo, civilizado. Ahora, sin justificación de ningún tipo, el Alcalde ha decidido que esos quince o veinte árboles, recién plantados, posiblemente todavía sin pagar, que podían haber crecido y dado sombra, se cambien por… naranjos.
Mi amigo prefiere que no ponga su nombre, ni siquiera el de pila. En España la libertad de expresión tiene sus límites, sobre todo cuando la administración está tan cerca del administrado que le respira directamente en la nuca.