Heidelberg

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Un hotel confortable y angosto en una calle empedrada, con un restaurante que se llama Der Goldener Hecht, El lucio dorado; cristales emplomados en las ventanas, con incrustaciones de personajes locales; una camarera con un gran escote- “abalconado”, dice Elvira- y corpiño apretado, con falda folklórica y pelo teñido de rojo muy fuerte, y zapatillas de deporte; el río Neckar lento en la oscuridad, con un brillo de tinta; las torres de cúpulas muy esbeltas; los palacios y las iglesias de piedra rojiza; un puente de piedra sobre el río; laderas montañosas en las dos orillas, elevándose de pronto al final de las calles estrechas, con un olor profundo a tierra y a bosque; la niebla que baja de noche por las laderas y las envuelve  y las sumerge poco a poco.

Una ciudad a la que se llega por primera vez de noche parece siempre entrevista en un sueño, o imaginada en una lectura. Muy cerca de las casas, pero muy alto en la ladera, el gran castillo tan remoto como una fortaleza tibetana, suspendido sobre la ciudad, más que dominándola, con sus contrafuertes que surgen entre las copas enormes de los árboles,sus muros de desfiladero, sus ventanucos como de mazmorras con barrotes cruzados, sus fachadas de palacio barroco, inexplicable a esa altura en una montaña, una mezcla de pompa y ruina, de escenografía y espejismo: la sede de un poder cercano y acechante y a la vez inaccesible, como el castillo al que no puede llegar nunca el agrimensor K.