Prosa limpia

Publicado el

Para que el cerebro no se me siga encogiendo y no se me envenene más el alma con todo el dióxido de carbono mental que están emitiendo los variados hooligans del desastre, un recurso que tengo estos días es acogerme al amparo seguro de lo que podría llamarse la prosa reflexiva francesa, la que nace con Montaigne y sigue con Pascal y con los aforistas y los moralistas del siglo XVII, la de Diderot, la de Joubert, la de Baudelaire: todo ese caudal que desemboca en el gran mar de la prosa de Proust. Leo a un escritor al que amo desde hace mucho tiempo, Cioran,  y a una escritora a la que, para mi vergüenza, solo he descubierto en estas últimas semanas, por la influencia del joven Miguel, Simone Weil.

De Cioran me llegó la semana pasada, como un regalo infantil de Reyes, el volumen de casi mil páginas de sus Cahiers(1957-1972), un cajón de sastre de apuntes, borradores, epigramas sueltos, observaciones, entradas de diario. Cioran es magnífico hasta cuando lo pone a uno furioso. Y su talento para lo fragmentario, para el exabrupto o el destello poético, se muestra mejor que nunca en estas páginas en las que no hay más unidad que la del paso del tiempo y la constancia de su temperamento, de sus amores y sus manías.

Cioran no tiene mucha simpatía por Simone Weil. Pero a mí ella me ha seducido con una voz como la que hay muy pocas en la literatura. No había visto nunca esa mezcla de radicalismo social y de intuición de lo sagrado: y una originalidad absoluta y sin ningún aspaviento, que me recuerda el tono, el aliento, de las cartas de Emily Dickinson. Los libros de Cioran los tengo en casa desde hace muchos años. Los de Weil me los estoy comprando avariciosamente. Hoy mismo terminaré de leer “L’enracinement”, que aquí se ha traducido como “Echar raíces”.

Cioran, Simone Weil, Dickinson: en tiempos de tribulación hace falta un alimento de primera calidad para el espíritu, una escritura que le hable a uno sin rastro de embuste ni de veneno ni doblez.

 

Mañana por la tarde voy con Elvira a Alemania, a Heidelberg. Mi traductor, Willi Zurbrüggen, me ha invitado a un congreso de gente de su oficio. Les recordaré que Cioran decía que algo que lo impulsaba a escribir con claridad era la consideración hacia el trabajo de sus traductores.  Estoy impaciente por ver el río y la torre de Hölderlin. Volamos de vuelta el domingo por la noche. Creo que a estas alturas lo más que podemos pedir las personas templadas es que los sembradores de cizaña y los echadores profesionales de leña al fuego y los pescadores en río revuelto no consigan su propósito de desatar una calamidad. No hay mucha esperanza de que las cosas vayan a mejor, pero la posibilidad de que vayan a peor resulta inquietante. Me acuerdo de Josep Pla, que escribió tantas veces sobre la “horrible facilidad de destruir”.

Pero hablando de prosa: Pla, que adoraba a Montaigne y a Proust y a los grandes moralistas franceses, se fijó en ellos para inventar la prosa moderna catalana. Fue Dionisio Ridruejo quien lo tradujo al castellano. De este tipo de vínculos antiguos ya nadie quiere acordarse. Y estos no son tiempos de prosa limpia sino de feroces arengas patrióticas.