Placeres, y una tristeza

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Una tostada de pan blanco sustancioso y corteza crujiente y ligera con aceite de oliva virgen y tomate. Unas cerezas que se deshacen golosamente en la boca. La alegría de compartir la hora al hablar por teléfono con los hijos. Un botellín de Mahou muy frío(hay grandes cervezas en Nueva York, pero no botellines de Mahou).  Saber que Antonio vendrá a comer mañana. Darle a Miguel el primer abrazo desde que tiene veintinueve años, porque los ha cumplido deslealmente en nuestra ausencia. Hablar con él de la actualidad política y de los libros recién leídos, escuchando sus juicios informados y certeros. Escuchar el estuche de cedés de Miles Davis –The Original Mono Recordings- que me regaló Emilio Urberuaga para mi cumpleaños, y que me estaba esperando aquí, toda una desmedida enciclopedia de maestría, llena de esas cosas que nos gustan a los aficionados, los nombres de cada uno de los músicos, las fechas de grabación, fotos de las sesiones.

Y esta es la primera vez que volvemos sin que estuviera esperándonos con su impaciencia tumultuosa el gran Manolo Lindo, su impaciencia por darnos esos empujones que eran su versión de los abrazos y por venir a comer arroz caldoso y beber vino tinto y luego tomarse uno o dos whiskies de sobremesa envolviéndonos en el humo del tabaco y en el barullo de una conversación en la que casi solo hablaba él, con su voz grave y magnífica de actor de teatro clásico, improvisando variaciones sobre sus temas estrella: la corrupción, el patriotismo de la declaración de hacienda y no de la bandera, el dinero bancario, los traslados continuos de su larga vida errante, primero como hijo de guardia civil y luego como auditor de una gran empresa de construcciones, el maquis en los Pirineos en los años cuarenta, la inconsciencia desagradecida de la gente que se ducha y se baña sin pesar en todo lo que costó levantar las grandes presas que nos abastecen de agua en este país seco, el placer de leer el periódico sentado al sol en un banco de su barrio…