Otros continentes

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Se toma en Times Square una de las líneas de metro que van a Queens y en menos de media hora se sale al aire libre en Roosevelt Avenue y uno descubre que ha llegado no a otro barrio sino a otro continente, o a varios superpuestos. Sobre Roosevelt Avenue se proyecta la sombra del metro elevado, un dosel de escalinatas y de vigas de hierro y tableteo de raíles sobre la cabeza. De pronto aquí no hay nada que le haga saber a uno que se encuentra en un país anglosajón. Mujeres con saris y velos de colores extraordinarios, hombre con barbas y turbantes o con largas chaquetas, grandes tiendas de ropa en las que todos los maniquíes van vestidos como en las películas de exotismo oriental en technicolor de los años cincuenta, joyerías profundas, restaurantes con olor a curry, bazares atestados de imágenes de dioses de la mitología hindú, dioses de muchos brazos o de cabeza de elefante, tiendas de frutas tropicales y especias. Como es domingo hay un mercadillo que desborda por varias calles laterales, y ya es como estar en un bazar de la Ruta de la Seda. Las mujeres llevan puntos rojos sobre la frente y maquillajes espectaculares en los ojos, o bien se cubren con velos sucesivos que no tienen la negrura funeraria de Irán o de Arabia Saudí. Hay un brillo móvil de pendientes de oro y complicadas pulseras de oro. En cualquier esquina hay repartidores de propaganda que le dan a uno folletos con toda clase de ofertas: oro, joyas, remedios contra el mal de ojo, restaurantes, casas de empeño, gimnasios, escuelas de yoga, templos. Junto a un puesto de chamarilería politeísta hay otro exclusivamente dedicado a los rigores visuales del Islam, en el que todos los cuadros que se venden son de caligrafías coránicas. El calor agranda la sensación de perderse en multitudes indostánicas. Oigo al mismo tiempo, sobre el barullo de la gente, la musiquilla de los camiones de helados, que forma parte de lo sonidos del verano, y una especie de siguiriya pakistaní amplificada por los altavoces de las esquinas.

Jackson Heights solía ser un barrio colombiano(en los años ochenta, en la edad de oro del narcotráfico, había aquí más joyerías que en Manhattan): ahora lo sigue siendo, pero también es un barrio indio, pakistaní, de Bangladesh, por no hablar de las casas de comidas ecuatorianas que anuncian lechón al horno, las pastelerías mexicanas, las confiterías argentinas y uruguayas, de los carteles de espectáculos de lucha libre mexicana o candidaturas de la campaña electoral en Colombia, mezclados con carteles de festivales sagrados hindúes o tentadoras fotos en color de platos colombianos: el sancocho, la tremenda bandeja paisa.

Indios, pakistaníes, bangladesíes, cuyos dirigentes políticos y religiosos tanto empeño han puesto y tanta sangre han derramado para erizar de fronteras  su tierra común, aquí, en Jackson Heights, conviven o coexisten con naturalidad, con ese zumbido o vibración de panal que se percibe en los sitios en los que hay mucho comercio.

Nosotros volvemos en metro a Manhattan en la tarde del domingo con el mareo y el agotamiento de un largo viaje.