La ciencia de lo imprevisible

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La capacidad humana para vaticinar los acontecimientos futuros es muy limitada, casi nula, pero eso no disuade a nadie, sean economistas o echadores de cartas, de seguir haciendo predicciones.

Una vez inventado el fonógrafo, Edison dejó de prestarle atención. Estaba obsesionado en esa época con una búsqueda muy difícil, la de un material que permitiera la incandescencia en una lámpara eléctrica, y en cualquier caso sospechaba que aquel aparato para registrar las voces no tenía ni mucho interés práctico ni posibilidades comerciales. Parece ser que los hermanos Lumière tampoco confiaban en la utilidad de aquel aparato de fotografiar el movimiento que habían inventado, y del que esperaban si acaso que serviría como entretenimiento menor en algunos barracones de feria. En agosto de 1914, ningún experto serio en política internacional conjeturaba que la guerra recién comenzada fuese a durar más allá de diciembre, y en los últimos días de 1932, en sus predicciones para el año siguiente, los periódicos liberales alemanes se felicitaban por el declive del partido nacionalsocialista.

La capacidad humana para el vaticinio es muy limitada, prácticamente nula, pero la evidencia tenaz del error no disuade a nadie de seguir haciendo predicciones, ni de prestar atención a quienes se dedican profesionalmente a formularlas, sean éstos economistas o echadores de cartas. La compañía naviera Cunard completó sus instalaciones portuarias más ambiciosas en Nueva York a mediados de los años sesenta, justo cuando el transporte aéreo estaba a punto de dejar vacíos los transatlánticos. El gobierno de Alemania del Este tenía a punto una renovación completa del muro de Berlín, con toda clase de sistemas de vigilancia electrónica, unos meses antes de que el desplome del comunismo lo volviera irrelevante.

A este tipo de acontecimientos que nadie sospecha y que lo cambian todo de golpe y para siempre los llama “Cisnes negros” el profesor Nassim Nicholas Taleb en un libro recién aparecido –The black swan-, en el que estudia con erudición y sentido del humor la relevancia de lo inesperado y la obstinación humana por confiar en lo previsible. Durante varios milenios de observación, y en virtud de una evidencia abrumadora, se consideró en Europa que los cisnes sólo podían ser blancos. Pero bastó que unos navegantes llegasen por primera vez a Australia para que esa sabiduría aceptada por todos se quedara obsoleta: en Australia hay cisnes negros.

En 1932 la prensa liberal alemana se felicitaba por el declive del Partido Nazi

Pero lo peor, insiste el profesor Taleb, no es que nuestra inteligencia sea incapaz de predecir el futuro, de imaginar siquiera que en alguna isla o continente perdido existe una raza de cisnes negros que desmienten un principio largamente establecido de la Zoología; lo peor, y también lo más dañino y peligroso, es que una vez que el Cisne Negro ha irrumpido nos empeñamos en buscarle explicaciones que hacen inevitable su llegada: en profetizarla retrospectivamente. Una frase célebre del Oso Yogui se la escuché yo en la televisión a un experto militar durante la primera guerra del Golfo: “Es muy difícil hacer predicciones, sobre todo acerca del futuro”.

Nadie predijo el ataque contra las Torres Gemelas en Nueva York, ni el atentado de Atocha en Madrid, del mismo modo que nadie supo predecir de verdad que la guerra de 1914 duraría más de cuatro años y sería una matanza inconcebible, o que Lenin tomaría el poder en 1917 en Rusia, o que el 31 de enero de 1933, contra toda probabilidad y contra la opinión de todos los expertos, Adolf Hitler sería canciller de Alemania. Pero una vez que esos hechos inconcebibles han sucedido, batallones de historiadores, de economistas, de sociólogos, de politólogos, se ponen a la tarea de descubrir las causas que los hicieron no sólo posibles, sino también inevitables, y de este modo la ignorancia se disfraza a sí misma de rigor intelectual y la conciencia humana apacigua el miedo atávico a lo desconocido. Por no hablar del prestigio y de los ingresos que suele traer consigo el puesto de adivino, lo mismo para los sacerdotes que auscultaban vísceras de animales en los templos romanos que para los analistas políticos o los expertos en bolsa de ahora mismo.

El profesor Taleb es despiadado en su ironía hacia todos ellos, y quizá para curarse en salud dirige en la Universidad de Massachusetts un departamento llamado de “Ciencias de la Incertidumbre”, cuyo objeto de estudio no es el conocimiento, como en cualquier otra disciplina académica, sino su ausencia: no la seguridad más o menos amodorrada de lo que se sabe o se cree que se sabe, sino la conciencia aguda de la amplitud de lo que no sabemos y el estudio de los procesos mediante los cuales aprendemos a engañarnos sobre nosotros mismos, sobre el mundo que nos rodea, sobre el pasado y el porvenir. La nueva ciencia de la Incertidumbrología, si se me autoriza el neologismo, debería enseñarnos no a creer que podemos predecir los Cisnes Negros, sino a estar preparados en un sentido amplio para su llegada, sea ésta dañina o beneficiosa. A cultivar la cautela escéptica, pero también la curiosidad entusiasta, porque un cisne negro inesperado y benévolo ha venido a veces a cambiarnos la vida.