Un paisaje de trastorno

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A su alrededor las banderas ondulaban al viento helado de enero en Washington, pero el peinado de Donald Trump apenas se estremecía, ni siquiera cuando gesticulaba alzando la voz enronquecida con una furia en la que había una parte de histrionismo de comediante cínico. Durante una hora y 13 minutos estuvo hablando sin parar, sin consultar ningún papel, sin progresar en ningún argumento, dejándose llevar en un monólogo que cambiaba a cada momento de dirección, aunque volvía una y otra vez, con obcecación maníaca, a unos cuantos latiguillos verbales, a pasajes de burla o parodia, a superlativos megalómanos, a cataratas de cifras a la vez detalladas y delirantes, que brotaban atropelladamente de su boca contraída en una perpetua mueca de narcisismo jactancioso y contrariado. Desde un podio adornado con el sello de la presidencia, contra el fondo solemne de la Casa Blanca, Trump desgranaba fantasías que iban más allá de la simple mentira para despeñarse en la locura. En Pensilvania el número de votos emitidos había superado en 205.000 al número de electores legales. Centenares de sacos llenos de votos habían aparecido en un parque. Nebulosos enemigos estaban planeando derribar el memorial de Jefferson y tal vez también el de Lincoln. Menores de edad, extranjeros indocumentados, muertos que llevaban años en los cementerios, habían constado como votantes a favor de Joe Biden.

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