El espíritu de la novela

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Cada verano, en cuanto dejo atrás las obligaciones más o menos agobiantes de la temporada, compruebo la distancia, creciente para mí, entre la literatura y lo que se llama la vida literaria, entre las tareas solitarias de escribir y leer y el espectáculo de la presencia pública, entre la concentración y la paciencia del hacer callando y la fatiga y la necesidad de explicar lo que se ha hecho, lo que mejor sería dejar que se explicara por sí solo. Cada verano aprendo de nuevo que al escribir y al leer, en grados distintos, disfruto tanto que llego a olvidarme de mí mismo, pero que al publicar me vuelvo nervioso, inseguro, vulnerable, suspicaz, ansioso. Escribir es una afición y un trabajo que se vuelve soluble en las tareas y las distracciones de la vida diaria, en un fluir continuo que incluye caminatas, conversaciones, ocupaciones domésticas, siestas lectoras, salidas gratas para tomar algo y no volver a casa demasiado tarde. Publicar es exhibirse. El libro es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de militancia. Uno es consciente, cuando publica un libro, de que ha de hacer un esfuerzo para ayudar a su difusión, en una época en que la cultura lectora no cuenta con el apoyo de los poderes públicos, y en la que los medios, también sumidos en la tribulación, se inclinan a celebrar sobre todo lo que les parece que lleva el sello de la moda o lo que ya es tan celebrado que no tendría ninguna necesidad de serlo más aún. De modo que el autor se siente en la obligación de hacer de publicista de sí mismo y viajante de su minoritaria mercancía, y de dar todo tipo de explicaciones sobre ella, aquí y allá, delante del público o en una entrevista, y ahora además en el espacio histriónico de las redes sociales.

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Seguir leyendo en EL PAIS (26/07/2019)