El paseo de Max Beckmann

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La tarde del 27 de diciembre de 1950 Max ­Beckmann salió de su apartamento en la calle 69 oeste de Nueva York con la intención de ir al Metropolitan Museum, a ver una exposición en la que estaba incluido uno de sus cuadros, el último de los diversos autorretratos que había ido pintando a lo largo de su vida. Beckmann, que admiraba a Rembrandt y a Goya, había aprendido de ellos la insistencia en el autorretrato a la vez como velada y explícita confesión íntima y como desafío formal. Su aspecto esa tarde podemos imaginarlo mejor según una serie de fotos de carnet que se hizo por entonces, parte de la documentación necesaria para adquirir por fin la ciudadanía americana: la cabeza ancha y grande, magnificada por la calva, la expresión tenaz, el abrigo que subraya lo macizo de su anatomía. En esas fotos reconocemos a la figura de los autorretratos, aunque no la agudeza adivinatoria con que mira en ellos, la tensión interior de arrogancia y vulnerabilidad de artista. Esa tarde Max Beckmann se pondría el abrigo y la bufanda que lleva en las fotos, dispuesto a disfrutar de un paseo enérgico a través del parque. Antes o después de un día de trabajo y máxima concentración en el estudio le gustaba darse una buena caminata. Justo esa mañana acababa de terminar un tríptico en el que había trabajado durante meses, Los argonautas. Le había puesto ese título cuando la obra ya estaba avanzada, y no por alusión a un motivo que lo hubiera inspirado, sino por el efecto azaroso de un sueño.

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