Uno de los últimos

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Un mundo se acaba cuando desaparecen sus últimos testigos. La muerte hace unos días de Cecil Taylor estremece más porque con él se va ya casi del todo un mundo irrepetible de la música del siglo XX, y no solo del jazz. Hay artes fulgurantes que alcanzan su periodo de clasicismo y hasta de ruptura y vanguardia en muy poco tiempo. El cine nació como un entretenimiento de feria a finales de un siglo y apenas 30 años después ya había producido obras maestras. Las primeras películas se conservaron a pesar de la precariedad de su soporte inflamable y de los compuestos químicos del revelado. El primer disco de jazz se grabó en 1917: en su prehistoria, como en la del flamenco, hay una gran oscuridad, porque las músicas populares que no transcribía nadie no podían preservarse antes de la invención del gramófono. En Nueva Orleans no hubo un Béla Bartók que se ocupara de grabar a los músicos callejeros que acompañaban a los entierros, o que llevara su pesado equipaje por las tabernas y los salones de baile, convencido de que aquella música a la que nadie prestaba mucha atención merecía tanto estudio como los cantos populares campesinos de Europa central. Antes de los primeros discos de pizarra y de los rollos perforados para pianos mecánicos que sirvieron para la difusión del ragtime, todo lo que hay es la memoria brumosa y también heroica del cornetista Buddy Bolden, que fue un barbero pobre dotado de una potencia y de una musicalidad incomparables, según contaban quienes lo conocieron, y que murió joven y desconocido, dejando una herencia no escrita pero de la que acabó aprendiendo Louis Armstrong.

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