La novela de agosto

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Se vuelve a final de agosto de una novela como de un viaje; o más bien como de un retiro en una casa de campo apartada, en un hotel tranquilo cerca del mar. El viaje, la casa, el hotel tienen algo en común con la novela: abren un tiempo y un espacio separados de la vida ordinaria. Por eso se complementan con tanta perfección sus placeres. Una novela lo puede acompañar y atrapar a uno en cualquier parte, en un vagón atestado del metro o en una sala de espera, hasta en la cola lenta para el embarque en un avión. Pero si el tiempo interior y la duración de la novela y su espacio a la vez respirable y cerrado se corresponden con un lugar sosegado, algo fuera del mundo, y con horas disponibles de indolencia tranquila, la estancia en la lectura y la estancia en el lugar se perfeccionan entre sí: uno está tan retirado en la novela como en la habitación y en la casa donde la lee, y tiene una sensación parecida de estar habitando esas páginas que se le despliegan ante sí como espacios de una novedad estimulante y a la vez protectora, de una familiaridad no anquilosada en rutina. Has llegado a la novela por primera vez o has vuelto a ella con la alegría de adentrarte en un mundo que no es el tuyo de todos los días; te irás de la novela como te vas de la casa, con pena de dejarla pero sabiendo que podrás volver, con la conciencia de haber vivido en un lugar y en un tiempo que son más memorables porque desde el principio tuvieron un término designado: los días de la reserva, los capítulos de la novela. En algunos hoteles de playa frecuentados por británicos o alemanes suele haber una estantería con las novelas que han ido dejando los huéspedes una vez terminadas. Así la lectura se queda atrás como los días luminosos de verano que duró y como la pereza en la hamaca junto a la piscina.

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Seguir leyendo en EL PAIS (02/09/2017)