Los bosques de Thoreau

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Llevaba toda la tarde del domingo leyendo el diario de Thoreau y de repente un viento de tormenta abrió la ventana e inundó la casa de olor a lluvia próxima y a las flores de los aligustres de la acera. Me eché a la calle y antes de llegar al Retiro ya me había sorprendido una lluvia dispersa. Era consciente de que sin la lectura en la que había estado sumergido mis percepciones serían mucho menos precisas, mi ánimo menos vigoroso. Una caminata por Madrid hacia el parque del Retiro no se parece mucho a las excursiones de Henry David Thoreau por los bosques de Nueva Inglaterra, pero su celebración de la naturaleza y su empeño en observarla y medirla con la misma deliberación con que componía sus frases me impulsaba a fijarme más en las cosas, a prestar atención siquiera a una parte mínima de lo que Thoreau era capaz de captar: el olor de la tierra polvorienta mojada de pronto por gotas redondas; el sonido de oleaje del viento en las copas de los castaños; la pura alegría de los pulmones ensanchados por el ejercicio, absorbiendo un aire perfumado y húmedo. Y junto a todo eso un sentido íntimo de autosuficiencia también muy aprendido de Thoreau: una abundancia de sensaciones que se parece mucho a la riqueza, pero que no exige ninguna adquisición, ni precisa ningún aparato, ni promete ningún logro, nada más que el lujo austero de ir por ahí, caminando rápido bajo una llovizna que el viento dispersa, con la perspectiva tranquila de volver a casa y seguir leyendo, de hacer algo de cena y de compartirla con personas queridas.

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Seguir leyendo en EL PAIS (02/07/2017)