En volandas

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Me despido de Nueva York en bicicleta. Entre febrero y abril me despedí caminando. El trabajo que tenía entre manos consistía en tomar nota del espectáculo de la ciudad con la máxima atención posible, y eso requería el ritmo más sosegado y percepción más tranquila que da el caminar. Por las mañanas caminaba y por las tardes escribía. Caminaba unos días 10 kilómetros y otros llegada a más de 20.

Tengo muy estudiadas las velocidades. El caminante va entre a cinco y seis kilómetros por hora. El ciclista -el ciclista de paisano, como es mi caso- ronda los 25 por hora. Yo salgo a la calle con mi bici y me lanzo a Central Park o a la orilla del Hudson y soy instantáneamente feliz. Esta bici de aquí se la regalaré a un amigo que comparte estas aficiones, pero la voy a recordar siempre. Es alta y grácil como una gacela, ligera como un velero, como un ala delta que planea sin esfuerzo a pocos palmos del suelo. No sé cuántos kms habré hecho con ella en los cinco años que hace que la tengo. No me ha fallado nunca. La dejo atada cuando voy a algún sitio y cuando salgo y la veo me pongo contento. Me ha llevado a las clases, a las exposiciones, a los encuentros con los amigos, en los viajes hasta los límites de la ciudad, cuando me lanzaba a explorar las lejanías anchurosas de Harlem, en esa quietud que hay las mañanas de domingo.

Ahora recojo y empaqueto y descarto y regalo cosas por las mañanas y por las tardes, si no hay tormenta, me lanzo a la pista de la orilla del río. Subo, como tantas veces, hasta el puente George Washington, abriéndome paso a veces entre las multitudes de dominicanos que huyen del calor de Washington Heights para veranear junto al río, con todo su barullo de músicas tropicales muy amplificadas y de olores de barbacoa y de plátano frito. Bajo hasta Battery Park, hacia esa zona más bien extranjera para mí del distrito financiero, donde se han construido nuevas torres de cristal en los solares de las Torres Gemelas, y donde se ve destacar como un espinazo fantasioso la marquesina o la cubierta que puso Calatrava a la estación del metro.

Desde la orilla se ven las torres de apartamentos de lujo que brotan por todas partes en las antiguas zonas de almacenes  portuarios y hangares y extensiones de vías del ferrocarril. Desde este lado el skyline de Manhattan se ha vuelto tan vulgar como el de Jersey City: torres de cristal idénticas, sin ningún carácter, ideales, eso sí, para absorber calor y necesitar dosis masivas de aire acondicionado.Edificios inteligentes sin duda.  Cuando va a haber una tormenta se oscurecen al mismo tiempo el cielo y el río, y el agua se agita en lentas ondulaciones poderosas, rizada en la superficie por el viento, removida desde muy abajo, desde el fondo. A veces voy compitiendo con la tormenta que viene desde la otra orilla: la gran nube se acerca y yo voy lo más rápido que puedo para llegar a cubierto antes de que descargue el  diluvio.

Muy pronto, en unos días, este ahora mismo empezará a convertirse en pasado lejano.