El mensajero del más allá

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Fui a regalarle una gran mochila llena de libros al vendedor del puesto callejero en la esquina de Broadway y la 112. Desde que vine a este barrio lo he visto en el mismo sitio, en invierno y en verano, salvo en los días de helada, en los de nieve o en los de lluvia. A veces lee de pie con los brazos cruzados, las piernas separadas, tan concentrado en la lectura que le sobresale la mandíbula inferior. Tiene una cara tan atezada como la de un marinero, una calva definitiva, unas patillas blancas como de personaje estrafalario de Dickens. Alguna vez lo he visto denigrar un libro que no le gustaba delante de la misma persona que se lo estaba comprando.

Hoy voy descargando los tesoros de la mochila y le brillan los ojos cegatos tras las gafas de culo de vaso. Me pregunta que a qué me dedico para tener tan buenos libros. Le digo que soy escritor. Sin inmutarse responde que él también. Saca de una caja de cartón un puñado de cuadernos escolares con anillas de alambre, muy desbaratados, con las tapas cuarteadas, los cantos gastados. Me dice que está escribiendo siempre todo lo que le pasa por la cabeza pero que no acaba de saber cómo convertirlo en un libro. Dice que se queda mirando por la ventana de su casa y que su novia le pregunta, qué haces, y él contesta, escribir,  y ella se extraña y hasta se burla, ¿escribir mirando por la ventana? “Mirar por la ventana es escribir también, ¿verdad?”, me pregunta, casi con complicidad de colega. Se ríe abriendo mucho la boca y le faltan la mitad de los dientes de abajo. Eso es común aquí entre la gente pobre. Ve una edición de The Waste Land y me dice: “Este es famoso pero el bueno es el otro”. Le pregunto que si The Four Quartets. Mueve la cabeza con autoridad rotunda y yo le doy la razón.

Su principal proyecto, me cuenta, es escribir la historia del infarto que tuvo el año pasado. Le dio tiempo a llegar al hospital y se desmayó en la entrada. Abrió los ojos y había varios médicos inclinándose hacia él y mirándolo muy atentamente. ¿Cómo se siente?, le preguntó un médico. Mareado, me parece, dijo él, ¿por qué? ¿Por qué? Lo miraban todavía con más asombro. Le dijeron que había pasado cinco minutos clínicamente muerto. Que el indicador en la pantalla se había puesto plano.

“Es un fastidio”, me dice. “Ahora todo el mundo me pregunta que si ví la luz al final del túnel, que si sentí la paz del infinito. Pues lo siento, pero no vi nada. Lamento traer de vuelta tan malas noticias. Al rabino que me preguntó le dije que no había visto al viejo de la barba blanca. A mi novia budista le dije que no había visto a Buda ni había sentido que estaba en tránsito hacia otra reencarnación. Los católicos me preguntan y tengo que decirles que no vi a la Virgen ni a los ángeles. No vi nada. (I didn’t see nothin’)No me enteré de nada. Tendré que escribir el libro para que dejen de preguntarme”.