Por alegrías

Publicado el

Qué raro es ponerse muy contento por algo y tener que celebrarlo a solas. Llevaba perdido en lo mío gran parte de la tarde. Elvira había salido para hacer una entrevista. Y entonces me llegaron dos grandes alegrías: la primera, que he llegado al final del primer borrador del libro que tengo entre manos desde hace tanto tiempo; la segunda, el resultado de las elecciones en mi Francia querida. No sabía que hacer con mis dos alegrías. Qué hace uno con la alegría cuando está solo. Así que me he ido a la nevera y me he tomado un quinto de Mahou muy frío y unas almendras fritas saladas. Queda mucho por delante, en el libro y en la victoria de Macron y en el reverdecer de la esperanza europea después de tantos sinsabores y populismos y amenazas de retroceso. Ya sé que una cerveza y unas almendras no son un gran despliegue imaginativo en materia de celebración. Lo mismo me tiro al fango y me tomo algo de ese Oban de 14 años que me regalaron hace meses y casi no he catado. Por lo pronto,y como he visto que Eladio Ramos ha enlazado el artículo que escribí para Télerama después de la primera vuelta en las elecciones francesas, aquí pongo la versión original, en rigurosa exclusiva para los amigos de este rincón:

UN VÉRTIGO CERCANO

Antonio Muñoz Molina

La noche de la primera vuelta de las elecciones francesas volví a sentir que vivía políticamente por delegación; que algo crucial para mi propia vida estaba sucediendo a una distancia que no significaba lejanía. Era una sensación que no había tenido en mucho tiempo. Y al intentar examinarla, mientras preparaba nerviosamente una tardía cena española escuchando los avances de los resultados en la radio, me di cuenta de que era la sensación más temprana y arraigada de mi vida como ciudadano interesado en la política. En mi primera juventud, en los años finales de la dictadura de Franco y en los primeros de la democracia, muchas de las experiencias decisivas de mi educación política sucedían lejos de mi país, y yo las vivía apasionadamente, aunque no pudiera intervenir en ellas.

Me acuerdo muy bien del golpe de Pinochet en Chile, en septiembre de 1973: eran otros los perseguidos, los encarcelados, los torturados, los que morían, y Chile estaba en otro hemisferio, pero aquellos uniformes militares se parecían mucho a los que predominaban entonces en España, y el terror metódico del golpe era idéntico al que habían impuesto los generales vencedores en la guerra de España. Chile fue el despertar de mucha gente muy joven a las posibilidades de tragedia de la vida política: la revolución pacífica y festiva en Portugal, solo unos meses más tarde, en abril de 1974, fue el espectáculo de la alegría, la ebriedad de una celebración que era más poderosa todavía porque estaba muy cerca, al otro lado de la frontera, en un país que llevaba viviendo una dictadura todavía más larga que la española, aunque bastante menos cruel. Sentíamos esperanza y envidia: también una melancolía profunda, la de presenciar la alegría de otros sin participar directamente en ella.

Igual que habíamos sufrido imaginariamente la derrota en Chile y disfrutado la victoria pacífica de los revolucionarios portugueses, en 1974 nos tocó también la esperanza delegada de la victoria de François Mitterrand en las presidenciales francesas, y luego la tristeza de que ganara Giscard D’Esteign. Cada uno de aquellos acontecimientos adquiría un significado muy concreto en los debates de la cultura antifranquista española. En una época en la que el Partido Comunista, más cercano al PCI de Enrico Berlinguer que al ceñudo PCF de Georges Marchais, dejaba atrás el dogma leninista de la dictadura del proletariado y se comprometía con una vía pacífica y pluralista hacia el socialismo, lo que sucedía en Santiago de Chile, en Lisboa o en París, tenía mucho que ver con nuestras visiones discordantes sobre el futuro de España. Para los radicales, el golpe de estado sanguinario contra el gobierno de la Unidad Popular chilena era la prueba de que no se podía avanzar hacia el socialismo respetando las instituciones que entonces llamábamos burguesas. Lo que entre nosotros eran debates agotadores en habitaciones llenas de humo, en Lisboa y luego en París eran hechos que se desarrollaban de un día para otro, la excitación de la política verdadera, no sueños alimentados en la clandestinidad.

Igual que lamentamos la derrota de Mitterrand en el 74 nos llenó de fervor su victoria en 1981, que fue un anticipo de la victoria de los socialistas españoles solo un año después. En 1981 España ya era una democracia, aunque una democracia todavía muy frágil, asediada por la extrema derecha y por el terrorismo de ETA, que en esos años contaba con un santuario vergonzoso en el sur de Francia. Cuando los socialistas españoles ganaron las elecciones generales por mayoría absoluta en octubre de 1982 por fin era en nuestro país y con nuestro voto donde sucedían las cosas. Pero la vida verdadera, la vida política, parecía seguir estando “au delà”. Nosotros aún teníamos miedo de un golpe militar, aún estábamos aislados de Europa: Francia seguía siendo el modelo de algo a lo que nosotros aspirábamos, el ejemplo al mismo tiempo de lo que queríamos ser y de lo que no teníamos.

Ha sido así durante casi toda la historia contemporánea española: un vivir mirando hacia más allá de la frontera, una mezcla de admiración y de rechazo, el despecho de quien sabe que no goza de la consideración de aquellos a los que admira. En la Gran Guerra España permaneció neutral, pero la ciudadanía y la clase política española se dividieron en una Gran Guerra enconada y virtual entre germanófilos y aliadófilos: los conservadores y el clero simpatizaban con Alemania; los liberales, los izquierdistas, la mayor parte de los intelectuales, estaban de parte de los Aliados, pero sobre todo de parte de Francia. Las batallas de los campos de Flandes se ganaban y se perdían por delegación en los cafés y en los periódicos de Madrid.

En las últimas décadas este reflejo se ha ido disipando. Las personas sometidas a una dictadura viven proyectándose hacia el porvenir y hacia el exterior: hacia el mañana en el que tendrán lo que ahora les falta; hacia el mundo exterior en el que son normales las libertades o la prosperidad que ellos no conocen. La democracia lo fuerza a uno a situarse en el presente y en la realidad. España se convirtió en aquellos que para nosotros, en nuestra adolescencia antifranquista, era una quimera, una democracia avanzada e integrada en Europa. Y el avance de la globalización y de la americanización fue volviendo mucho menos visible la cultura francesa en España. Mi generación fue tal vez la última que estudió francés como primera lengua extranjera en la enseñanza media. La familiaridad también debilita las leyendas: miles de jóvenes españoles viajan ahora a Francia con sus becas Erasmus, y al moverse fluidamente por toda Europoa no conocen la fuerza mitificadora de la lejanía y del desconocimiento.

Todo esto ha cambiado de golpe en unas semanas, en unos días. El suspense por el resultado de unas elecciones en Francia no me había atrapado tanto desde 1974, desde 1981. Pero esta vez hay un sentimiento de urgencia que no creo haber conocido nunca. Cada décima que subía o bajaba en los resultados de las elecciones del domingo me oprimía el corazón; a mí y a la mayor parte de mis amigos españoles. Hemos seguido las noticias de Francia como seguirían nuestros bisabuelos las que llegaban sobre la batalla de Verdún. Y ahora mismo, en esta tregua antes de la segunda vuelta, nos viene de vez en cuando un temor que amenaza con deshacer la tranquilidad relativa con que nos fuimos a la cama el domingo, después de media noche. Para un español partidario de la Ilustración, del laicismo, de la universalidad de los derechos humanos, de la escuela pública, de los valores públicos, Francia es un modelo que se vuelve más valioso cuando se encuentra en peligro; un ejemplo de lo mejor, aunque también lo ha sido de lo peor, y vuelve a serlo en estos tiempos. Aunque nos cueste aceptarlo, tan francés es Macron como Le Pen, el laicismo como el integrismo católico, la tolerancia como la xenofobia, Henri Barbusse como Drieu de la Rochelle. Un gran periodista y escritor español, Manuel Chaves Nogales, vivió exiliado en París a finales de los años treinta y asistió a la caída de Francia en junio de 1940. No creo exagerar si considero que su testimonio sobre aquellos tiempos es tan valioso, y tan lúcido, como el de Marc Bloch. Chaves Nogales admiraba Francia como quizás solo puede hacerlo un demócrata cultivado español: él vio con sus propios ojos cómo el país capitulaba de sus mejores ideales para entregarse al derrotismo y a la xenofobia un poco antes de rendirse ante los alemanes y de acomodarse sin demasiada resistencia a la Ocupación y a Vichy.

También la Historia francesa la hemos vivido por delegación los demócratas españoles: hemos aprendido el miedo a la inminencia del desastre de 1940 leyendo a Walter Benjamin, a Koestler, a Soma Morgenstern, entre muchos otros. El domingo 23 de abril el miedo dejó de ser retrospectivo. Quien ha asistido, en menos de un año, al referendum del Brexit y a la victoria de Donald Trump ahora sabe que no hay tranquilidad posible: lo peor, lo improbable, lo inesperado, puede de repente suceder. El vértigo que nos cuentan los libros de historia y los testimonios de los supervivientes de desastres ahora lo estamos experimentando nosotros. La incertidumbre absoluta sobre el porvenir ya no es una cosa del pasado. El domingo 7 de mayo los ciudadanos españoles no podremos votar en las elecciones francesas, pero no dejaremos ni un segundo de estar pendientes de los resultados porque nuestro porvenir, más que nunca, también estará decidiéndose en ellas.