El que no se va

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Cuando yo empezaba mi vida de lector, todavía duraba la primera fama póstuma de Stefan Zweig. Sus libros, casi nunca en ediciones recientes, estaban en las bibliotecas públicas, y bastantes novelas suyas se encontraban en las colecciones baratas de bolsillo que había entonces; la colección Reno, por ejemplo, con sus portadas que tenían una estética como la de los carteles de cine. Veinticuatro horas en la vida de una mujer era todavía una novela muy leída, aunque no creo que se le concediera mucha importancia literaria. Pertenecía a un repertorio de literatura internacional que había sido muy popular antes de la II Guerra Mundial, y que duró quizás hasta finales de los años sesenta, agregando a la cultura española un cosmopolitismo anticuado, aunque bastante valioso, porque en aquel páramo no había mucho más. Se leía a Zweig como a Vicki Baum, a Emil Ludwig, incluso, hasta cierto punto, a Thomas Mann. En nuestro país atrasado y aislado duraban esos ejemplos de una cultura literaria centroeuropea dispersada y en gran parte destruida por el totalitarismo, y además barrida por añadidura por la modernidad de los cincuenta y los sesenta.

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Seguir leyendo en EL PAIS (06/05/2017)