Amigos portugueses

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En Lisboa, a través de esas redes de afinidades que se le da muy bien tejer a Elvira, conocí la otra noche a Júlio Resende, a Salvador Sobral y a Ana, la mujer de Júlio y la representante de los dos. Nos encontramos al atardecer en la plaza que hay delante del Museo del Fado y de allí fuimos a una taberna en la que tomamos ricas tapas portuguesas y vino blanco de Douro. Salvador estaba fatigado y tranquilo después del gran alboroto de Eurovisión. Lo contaba todo con una distancia sin sarcasmo, todavía incrédulo, agradecido, espantado de la rebaba de odio que suscita siempre el reconocimiento súbito;  más ahora, con la basura de las redes sociales. A una persona tan joven que no ha hecho otra cosa en la vida que amar la música y dedicarse a ella le sorprende despertar tanta malevolencia en cierta gente inmunda.

Sobral dice de Júlio que es su “alma gemela musical”. Con frecuencia se considera que las personas de mucho talento es natural que sean desagradables, o arrogantes. Júlio Resende y Salvador Sobral, dos músicos excepcionales, cultos sin pedantería, llenos de curiosidad y respeto hacia cualquier forma de música, son personas de una llaneza cordial, de un pudor portugués del todo compatible con la efusión de los afectos, con la alegría de la amistad inmediata. Pensé, como muchas veces en mi vida, que no hay ningún motivo para aceptar  la soberbia ni la insolencia por la coartada del genio. La inmensa mayoría de las personas grandes de verdad, en cualquier campo, a las que he conocido, eran de una llaneza absoluta. Solo el mediocre quiere añadirse, a fuerza de arrogancia,  la estatura que le falta. Júlio y Salvador tienen la solidez de una formación musical de primera calidad y la desenvoltura juvenil de la experimentación. Con otros tres músicos han formado un grupo de rock para cantar los poemas en inglés de Pessoa. Cuando nos encontramos nos saludamos con un apretón de manos. A medianoche, con el fervor de la conversación, de la amistad y el vino blanco, nos despedimos con abrazos.