Rayas en las paredes

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Lo único que hacía de la mañana a la noche Carlo Zinelli era dibujar. Se ponía delante de una gran hoja de papel en blanco y no levantaba la cabeza hasta que no la había llenado por completo de dibujos. Cuando ya no cabía ninguna figura más, ninguna de aquellas palabras escritas que intercalaba y que podían no tener significado, Zinelli le daba la vuelta a la hoja y continuaba por la otra cara. Una vez completadas, parecía olvidarse de ellas. Se paraba de vez en cuando para encender un cigarrillo. A veces se le quedaba apagado en la boca y tenía que volver a encenderlo. Fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca. En una bella necrológica de Roland Barthes, Italo Calvino escribió que esa manera de fumar era propia de los que habían sido jóvenes antes de la guerra. Zinelli lo había sido. Había nacido en el momento justo para que alguno de los matarifes del siglo XX lo enrolara en uno de sus ejércitos como carne de cañón. Nacido en 1916, en una familia pobre, cerca de Verona, Zinelli alcanzó la juventud en la edad justa para que le pusieran un uniforme y lo mandaran a una guerra, y como era pobre y había dejado la escuela a los nueve años y trabajado como pastor, fue directo a la infantería y a la primera línea. Estuvo entre los soldados italianos que mandó Mussolini a España a auxiliar a Franco. Sufrió un grave colapso mental y lo mandaron de vuelta a Italia, pero parece que al principio de la otra guerra volvió al frente, durante la invasión de Grecia, y a partir de entonces su trastorno fue definitivo.

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