Espacios de desolación

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No hay que ser viejo para acordarse de cuando se podía llegar al final de las ciudades. Había una parada última de autobús o de metro que ya daba a amplitudes de extrarradio deshabitado, a lejanías de campos y casas aisladas. Había con mucha frecuencia la posibilidad de llegar caminando a ese límite: una calle de casas bajas y una última esquina; de noche, una última luz colgando de ella. Los que viajábamos haciendo autostop en los años setenta estábamos acostumbrados a llegar a ese punto justo en el que había que apostarse, justo donde la calle se transformaba en carretera. Salir caminando de una ciudad daba una sensación poderosa y liberadora de tránsito: ir acercándose por el arcén de la carretera concedía una percepción abarcadora. Había una señal a la entrada, un nombre que delimitaba el espacio de irradiación de la ciudad.

[…]

Seguir leyendo en EL PAIS (01/04/2017)