Los años

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Ha sido volver a Madrid y he cumplido 61 años. Si llego a saberlo me quedo en Lisboa, en la biblioteca camarote, leyendo a Eça de Queiroz e intentando literariamente mirar por el catalejo de novela de Julio Verne. La verdad es que aparte de los libros ¡y el papel de cartas! el hotel ofrecía la posibilidad de tomarse allí en lo alto una copa diminuta de Oporto. Los expertos sabrán, pero a mí lo que más me gusta de casi todas las bebidas es el recipiente. Me ponen un cóctel o un whisky en uno de esos vasazos anchos españoles llenos de hielo y se me quitan las ganas. En Edimburgo mi antiguo alumno José Saval,  ahora profesor eminente y biógrafo de Vázquez Montalbán, me regaló unas copas en forma de tulipa de cristal muy delicado, y en ellas me tomo exclusivamente la breve dosis de whisky de malta que me regalo algunas noches, si estoy contento del trabajo o del día. El dry martini, que requiere ser manejado con más prudencia que una carga explosiva, me gusta más que nada por la copa cónica y la transparencia helada de la ginebra, con el punto amarillo suave de la cáscara de limón o la aceituna, y el cristal escarchado. Y una caña sin el vaso exacto de la caña hispánica pierde casi todo el interés, a no ser que se tome ese zurito de las tabernas vascas a las que tanto me aficioné en mis años de soldado. Quizás una de las razones de que el champán no me guste casi nada es que la copa me parece bastante vulgar,  como un conato infortunado de distinción. Una copa de champán siempre tiene algo de anuncio de Lladró. O de anuncio de Freixenet, que no sé que es peor. En cuanto al vino, mis preferencias son menos definidas, pero me encantan los vasos cortos de las trattorias italianas. Los expertos nos podrán asesorar.

Iba a escribir sobre los años, pero me he ido en otra dirección, sin duda más jovial, y me alegro mucho. Sea cual sea la forma de la copa elegida, la levanto aquí en un gesto que es de celebración pero sobre todo de agradecimiento. “Considerando la alternativa”, como me decía siempre Francisco Ayala, está bien estar vivo, y tener tanta vida por detrás, y quizás también, aunque alguna menos, por delante. La invitación de Paul Valéry es inexcusable:

Il faut tenter de vivre