Según pasan los días

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Hay simbolismos de la realidad que serían inaceptables por obvios en la literatura. Este noviembre de Nueva York está siendo luminoso y templado casi cada día, incluido el martes 8, ese día futuro tan cargado de vaticinios y enigmas que de repente es una fecha pasada. El único inconveniente de estos noviembres gloriosos de la ciudad es que al cambiar la hora las tardes se abrevian de golpe. En cuanto se descuida uno el oro lento del sol se ha desvanecido hasta en los aleros y en las ventanas más altas que dan al oeste. A las cuatro y media está cayendo la noche, y es muy posible que el frío se esté afilando ya en el aire. Hay un desacuerdo entre el ánimo todavía caldeado por el sol y la brusca noche que llega. La iluminación pública es rojiza y escasa. La claridad principal que llega a las aceras es la de los fluorescentes de las tiendas. Así se distinguen y se disuelven las sombras de los que pasan. Las caras, incluso de cerca, se vuelven borrosas. La luz fluorescente es más cruda en los sitios de comida barata: los McDonald’s, los terribles Subway, los Kentucky Fried Chicken, donde los pobres se sientan a solas en mesas de plástico y comen sin sacar los contenedores de comida de las bolsas. Los huecos de tiendas cerradas en las que se cobijan los indigentes adquieren una hondura de grutas: alguien se mueve dentro, en lo oscuro, un revoltijo de mantas, harapos y cartones.

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