Verano Baudelaire

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Baudelaire es un fervor que se adquiere de joven y no se pierde ya nunca. Su lectura está asociada para mí al despertar definitivo de la vocación. La vocación de escribir, desde luego, pero sobre todo la de observar apasionadamente el espectáculo de la vida diaria, de encontrar las máximas posibilidades de la belleza en las caminatas por la ciudad y en todos los regalos que se ofrecen mezclados a los cinco sentidos. El despertar verdadero de la vocación es el de la mirada y el oído, y el hallazgo de un tono de voz que se corresponda justamente con aquello que uno siente que tiene que celebrar y contar. Al llamar a sus breves textos narrativos y reflexivos “poemas en prosa”, Baudelaire estaba rompiendo por primera vez el dique expresivo no entre el verso y la prosa, sino entre el lenguaje de la poesía y el de la narración, fundiendo el uno con el otro en una escritura incandescente que reunía las capacidades más poderosas de los dos: la precisión del documento y la resonancia misteriosa de las palabras del idioma; la crónica y el vaticinio, la crítica social y el arrebato visionario.

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